Por Mauricio Jaramillo Jassir
Este siglo ha sido testigo de la caída de buena parte de los liderazgos en el mundo árabe. El derrocamiento de Sadam Hussein fue el colofón de una serie de desafíos a Occidente lanzados por el gobernante desde comienzos de los 90, cuando decidió invadir la antigua provincia iraquí de Kuwait, y que terminaron en las amenazas de destrucción a Israel, que jamás fueron materializadas.
Algunos consideraban que Hussein se creía la reencarnación del rey caldeo Nabucodonosor, responsable de la primera destrucción del templo judío en la antigüedad. Sin embargo, esa retórica belicista se apagó rápidamente con su derrocamiento tras la invasión de Estados Unidos en 2003.
En 2011, de manera inadvertida y por una torpeza inexcusable de la OTAN, Muamar Gadafi, emblemático líder del Tercer Mundo durante la Guerra Fría, enfrentó un destino similar al de Hussein, con una muerte que sirvió como punición por los excesos de poder cometidos en vida. Desde ese entonces el mundo árabe carece de liderazgos. Todos han sido condenados al fracaso, incluso a partir de la época de Gamal Abdel Nasser, cuando el socialismo se metió en el proyecto de panarabismo laico, sin que hubiese prosperado jamás.
Contra todo pronóstico, la República Árabe de Siria ha sobrevivido a los cambios de circunstancias que han golpeado a la región desde los triunfos militares de Israel, que se remontan hasta 1973, pasando por la paranoica guerra global contra el terrorismo y terminando en el reciente intervencionismo en nombre de los derechos humanos. En el año 2000, el padre del actual presidente, Hafez al Asad, murió, y pocos esperaban que Bashar estuviera a la altura de las circunstancias. Las disputas familiares con su hermano Maher, que muchos veían como el depositario legítimo del legado de Hafez, y la poca experiencia en asuntos de gobierno eran identificadas como debilidades insuperables para el actual mandatario. Aun así, y luego de dos años de una cruda guerra civil y con Estados Unidos, Francia y Reino Unido expresando una disposición feroz para atacar, Al Asad se ha mantenido.
Turquía e Irán, estados musulmanes no árabes de la región, han convertido cada crisis en una oportunidad para relegitimar sus proyectos políticos: Ankara superando el golpismo militar de la segunda mitad del siglo XX y Teherán soportando décadas de sanciones y aislamiento internacional y regional. Ambas circunstancias les han significado oxígeno político a sus regímenes.
De no haber un ataque, como todo parece indicar, Al Asad y su partido Ba’ath saldrán fortalecidos. Estados Unidos hizo todo lo posible por llevar a cabo una operación quirúrgica, pero ha resultado que pesa más la condición de Siria como elemento clave del equilibrio regional que la supuesta voluntad de detener la violencia.
Rusia, por su parte, obtiene un rédito estimable, porque por primera vez en mucho tiempo habrá sido capaz de proponer con éxito una solución que la involucra en Oriente Medio y confirma la redistribución de poder en esa zona. Pierde la oposición porque en la negociación propuesta por Moscú no se contempla la salida de Al Asad.
Apuesta perfecta para Damasco.