Fervor por Rubén Darío

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Designado como Héroe Nacional de Nicaragua, es considerado el poeta mayor del modernismo de las letras hispánicas
Designado como Héroe Nacional de Nicaragua, es considerado el poeta mayor del modernismo de las letras hispánicas

NICARAGUA.- Al conmemorar el centenario de la muer­­te de Rubén Darío, acaecida el 6 de fe­brero de 1916, los  nicaragüenses y mu­chos otros latinoamericanos renuevan su fervor por la obra del poeta mayor del mo­der­nismo en las letras hispánicas.

Los parlamentarios de la nación centroa­mericana decidieron proclamarlo Héroe Na­­cio­nal mientras se hacen música sus ver­sos en las voces de artistas de su tierra natal.

En las librerías de Managua desde co­mienzos de año  se han disparado las ventas del autor un 25 % por encima de los ejemplares más cotizados, de acuerdo con es­ta­dísticas de la red Hispamer, que destaca la demanda de ediciones de las Obras completas, de antologías poéticas y la mo­no­gra­fía El último año de Rubén Darío, del es­critor Francisco Bautista Lara.

La agenda contempló en enero, mes en que se celebró el día 18 el aniversario 149 de su nacimiento en Metapa —localidad cercana a Matagalpa, rebautizada en 1920 con el nombre Ciudad Da­río—, un simposio internacional sobre su vida y obra y un festival denominado En­cuentro de las Ar­tes Rubén Darío, Sol que alumbra nuevas victorias, de amplio auspicio gubernamental y un rosario de manifestaciones escénicas y musicales para todas las edades.

Obviamente. la identificación con el le­gado dariano desborda las fronteras de la tierra de Sandino. Mucha razón tuvo el ar­gen­tino Jorge Luis Borges cuando reconoció: “Todos venimos de Darío”.

En vida publicó una decena de libros de poesía —tres de ellos de imprescindible referencia en la historia de la lírica en nuestra lengua; Azul (1888), Prosas profanas y otros poemas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905)— y otros tantos que aba­r­caron reflexiones, crónicas de viaje, ar­tículos y una autobiografía.

Su universo poético registró una intensa variación paralela a la decantación de re­cursos estilísticos. Las alusiones a princesas, encantamientos orientales, medievales  pasiones y cisnes fueron cediendo es­pacio a preocupaciones filosóficas, desgarrami­en­tos íntimos, afirmaciones identitarias y en de­terminado momento a elocuentes de­nun­­cias a la arrogancia imperial, co­mo el caso del poema A Roosevelt.

En el territorio de la lengua, entre sus contemporáneos y un poco después dejó, echando a un lado a inevitables epígonos, una marcada influencia, evidente incluso en la reacción negadora de las vanguardias a partir de la tercera década del siglo pa­sa­do.

Un claro ejemplo del tránsito de una a otra actitud se tiene en Nicolás Guillén, cu­yos primeros ejercicios poéticos se ha­llan permeados de aires rubendarianos, hasta que encontró su propia, enorme, decisiva y fundadora voz.

El poeta nicaragüense, notable viajero, pa­só por Cuba en cuatro ocasiones, la última entre septiembre y octubre de 1910, no precisamente en el mejor momento de su vi­da. Provenía de Veracruz,  impedido de llegar a Ciudad de México, donde debía re­pre­sentar a su país en los actos conmemorativos del centenario del Grito de Do­lores; el gobierno nicaragüense que lo ha­bía de­sig­nado acababa de ser derrocado, de mo­do que no podía acreditar su pre­sencia.

Hospedado en la habitación 203 del ho­tel Sevilla quedó varado en la capital cubana, agotados los fondos y víctima de un hu­­ra­cán.

Pero de Cuba, Darío guardó mejores re­cuerdos. Más que de Cuba, de un cubano, del más universal de todos, José Martí.

Lo co­no­ció personalmente en Nueva York en 1893, por intermedio de Gonzalo de Que­sada, que invitó al nicaragüense a un acto patriótico de los revolucionarios, don­de ha­bló el Apóstol. Catorce años mayor que Da­río, en aquella oportunidad Martí le lla­mó: “Hijo”.

Luego, en 1913, cuando en la isla todavía la irradiación de la herencia martiana era insuficiente, Darío escribió: “Yo admiro aquel cerebro cósmico, aquella vasta al­ma, aquel concentrado y humano universo, que lo tuvo todo: la acción y el ensueño, el ideal y la vida, y una épica muerte, y, en su Amé­rica, una segura inmortalidad”.