Brasil ha tenido cuatro presidentes desde que la democracia fue restaurada en 1985. Solo dos llegaron al término de sus mandatos. El miércoles, Dilma Rousseff fue expulsada del cargo en medio de gran agitación política y múltiples denuncias de irregularidades.
La mayoría de los senadores votó para condenar a Rousseff por el uso de fondos de bancos estatales para disimular el déficit del presupuesto del gobierno antes de su reelección en 2014. Los legisladores calificaron esa medida como un delito; aunque otros presidentes utilizaron trucos presupuestarios similares. La salida de Rousseff marca el final de 13 años de gobierno del Partido de los Trabajadores, una agrupación que utilizó los ingresos estatales generados por el auge de las materias primas para sacar de la pobreza a millones de personas pero que fue perdiendo el apoyo popular cuando la economía entró en recesión.
Rousseff denunció el proceso como un golpe de Estado organizado por sus oponentes políticos, que la veían como una amenaza porque ella no suspendió una investigación de corrupción que involucró a decenas de miembros de la clase dirigente del país. Comparó el caso en su contra con el periodo de gobierno militar, cuando ella fue una de las cientos de personas detenidas y torturadas.
“Hoy el senado tomó una decisión que será recordada como una de las grandes injusticias de la historia”, dijo en un discurso desafiante después que los legisladores votaron 61 a 20 para impugnar su mandato. “Sesenta y un senadores subvierten la voluntad expresada a través de 54,5 millones de votos”.
Rousseff se comprometió a luchar contra lo que describió como un intento de una coalición de políticos de derecha, ligados a acusaciones de corrupción, de secuestrar el proceso político. “El proyecto nacional progresista, incluyente y democrático que represento está siendo detenido por una poderosa fuerza conservadora y reaccionaria”, dijo.
Será una vergüenza si la historia demuestra que tenía razón. Pero el legado de Rousseff, y los acontecimientos que provocaron su caída, son más complejos de lo que ella reconoce. La mandataria se volvió profundamente impopular cuando inició la recesión y no pudo crear la coalición necesaria para gobernar con eficiencia. Cuando los funcionarios comenzaron a investigar a su predecesor, Luiz Inácio Lula da Silva, por acusaciones de corrupción, ella abusó de su autoridad al darle un puesto en el gabinete y protegerlo del proceso.
Hay medidas concretas que el nuevo gobierno puede tomar para empezar a restaurar la confianza de los brasileños en su élite política, todavía plagada de escándalos. Michel Temer, quien se convirtió en presidente interino en mayo cuando se suspendió a Rousseff y ayer tomó las riendas del país, debe permitir que las investigaciones de corrupción sigan su curso y debe rechazar las iniciativas legislativas destinadas a evadir las pesquisas de los fiscales.
En los pocos meses que asumió el cargo, la economía de Brasil ha mejorado modestamente porque los mercados han reaccionado positivamente a sus planes económicos, que incluyen la privatización de las empresas públicas y una reforma al complicado sistema de pensiones del país.
Aunque equilibrar el presupuesto requerirá dolorosos recortes, Temer debe ser prudente con la disminución de los programas sociales que aseguraron la popularidad del Partido de los Trabajadores. Hasta que los brasileños puedan elegir a un nuevo presidente en 2018, él debería honrar el proceso democrático del país al ser deferente con la última plataforma que respaldaron los ciudadanos.