Lo que pudo haber sido un formidable escenario para revivir, proyectar y encarnar los más sublimes sentimientos de la dominicanidad es deplorable que pasara a convertirse en el epicentro de la chercha y el relajo que caracteriza a una considerable porción de la población dominicana.
Nos referimos a la valiosa iniciativa de colocar tres gigantescas esculturas de los padres de la patria y un llamativo escudo nacional en el redondel de la impresionante Plaza de la Bandera, en Santo Domingo de Guzmán, capital primada de América.
El acto al que asistió como invitado principal el licenciado Danilo Medina Sánchez, presidente constitucional de la República, en compañía de algunos de los funcionarios civiles y militares de la nación, debió exhibir una mayor concurrencia y brillantez, sobretodo, teniendo en cuenta de que se trataba de un merecido homenaje a aquellos prohombres que con sacrificio, valentía y amor patrio, son los forjadores de nuestra nacionalidad.
Tan oportuna ocasión, en un día en que celebrábamos un aniversario más de la fundación de la sociedad secreta conocida como La Trinitaria y en un momento en que los enemigos de la patria desean materializar sus inaceptables maquinaciones, la sensatez, la prudencia y el compromiso dominicanista ordenaba realizar un esplendoroso y multitudinario acto patriótico de carácter nacional.
Allí, era mandatorio que el paño tricolor dominicano ondeara por todos los rincones, expandiendo las refrescantes brisas de libertad y dando la bienvenida a la cúpula dirigencial la nación, el estudiantado nacional y los diversos representantes de las diferentes expresiones organizacionales del país, sin importar su naturaleza.
El momento exigía de un impecable desfile escolar y militar tal como se estila, tradicionalmente, en actividades con propósitos similares.
Con pechos erguidos y la solemnidad requerida, los representativos de las llamadas fuerzas vivas de la nación, sin miramientos de color, credo y procedencia socioeconómica y política, debieron ser convocados para poner de manifiesto, ante el país y el mundo, el compromiso y el orgullo que sentimos de ser parte de una media isla caribeña donde siempre ha de reinar la dominicanidad, el respeto, la admiración y la defensa de los principios y las acciones de quienes se inmolaron para darnos una nacionalidad, bajo el sagrado lema de Dios, Patria y Libertad.
Es lamentable que quienes están llamados asesorar al presidente Danilo Medina Sánchez aparentemente no se percataron que la actividad en referencia requería proyectar otros matices diferentes que motivaran a evocar e interiorizar valores patrios que actualmente lucen deslizarse por las laderas del olvido y la irresponsabilidad histórica.
De haber sido de otra manera, quizás los diversos comentarios que, con razón o sin ella, circulan por doquier, en torno a la autenticidad o no del rostro del patricio Juan Pablo Duarte, plasmado en la abultada escultura desvelizada, no hubiese deslucido, como hasta ahora parece, una iniciativa digna del reconocimiento de todo buen dominicano y dominicana.
Dolorosamente, así lucen ser las cosas en este pueblo de Duarte donde nada es verdad ni nada es mentira pues todo depende del color del cristal con que se mira…