Patología del odio

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Por: FREI BETTO

No siempre fue así en el pasado. Las personas discordaban, pero no se odiaban. Incluso durante la dictadura, las divergencias políticas no se transformaban necesariamente en antipatías personales.

¿Qué sucede? ¿Por qué tanta virulencia en las redes digitales? ¿Por qué insultar a opositores en lugares públicos? ¿Por qué dispararle a la caravana del expresidente Lula y al campamento de sus seguidores?

Nuestra racionalidad está desgarrada. La caída del Muro de Berlín derribó también los grandes relatos. El optimismo de Montesquieu le cedió su lugar al nihilismo de Nietsche. La competitividad, exaltada por el neoliberalismo, se erigió en valor, desbancando a la solidaridad.

En la Alemania nazi, los supuestos arios se consideraban con el derecho a eliminar a los “impuros”, como los judíos, los comunistas, los gitanos y los homosexuales. En la Rusia de Stalin, los disidentes padecían en Siberia o eran sumariamente eliminados por la KGB. En los Estados Unidos, a los negros se les impedía frecuentar las escuelas, los restaurantes y los transportes colectivos preferidos por los blancos. Y todavía hay muchos yanquis que se consideran una raza superior.

La selectividad es una anomalía del poder, que traza límites entre los que están a favor y los que se ubican en contra. Pero discordar u oponerse es un derecho intrínseco a la democracia. En las relaciones personales o sociales, la imposición del pensamiento único es síntoma de tiranía.

Hoy en día, el vaciamiento de las instituciones le abre espacio a la animosidad personal. Las diferencias y divergencias no se debaten en los foros apropiados. La despolitización de la sociedad hace que la discordancia se manifieste como “vendetta” individual. No se contradice al adversario: se trata de aniquilarlo. No se procura argumentar en contra, sino aplastar. Como en los juegos de video, cada enemigo potencial debe ser virtualmente eliminado. Solo prevalece la razón del poder.

Las redes digitales nos empoderan. Le permiten a cada usuario tener en las manos su propia tribuna de discusión. Ya no es necesaria la representación política. Ni las ideologías. Los grandes relatos les ceden su lugar a las pequeñas algarabías. La emoción sobrepasa a la razón. Se abdica de la argumentación para adoptar la ridiculización.

El linchamiento virtual es efecto de esa carencia de ideas y propuestas que saca a la superficie el odio inflamado. El ego se yergue como juez supremo e invisibiliza la alteridad. El otro solo se percibe como reflejo de la imagen del yo proyectada en el espejo narcisista.

¿Qué hacer? Primero, deponer las armas en el espíritu propio. No engrosar el rabioso ejército de quienes se juzgan dueños de la verdad absoluta. No transformar la diferencia en divergencia. Respetar la singularidad ajena, aunque cuestione mis valores. Preservar el corazón del odio, ese veneno que se ingiere con la expectativa de que muera el otro.

El odio solo le hace daño a quien acumula ese sentimiento dentro de sí, nunca a quien es odiado. El precepto evangélico de “amar a tus enemigos” no significa condescender con la injusticia, sino abrazar la tolerancia y empeñarse en eliminar las causas que hacen que los seres humanos actúen como monstruos cegados por el paroxismo del mal.