Queda decretado que, en estas Navidades, estaremos presentes junto a los hambrientos, carentes y excluidos

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POR FREI BETTO

Queda decretado que, en estas Navidades, en vez de dar presentes, estaremos presentes junto a los hambrientos, carentes y excluidos. Que nos disculpe Papá Noel, pero clausuradas las chimeneas, abriremos corazones y puertas a la llegada salvífica del Niño Jesús.

Por traerles a muchos más apuros que alegrías, queda decretado que las Navidades ya no nos travestirá en lo que no somos: en este verano, arrancaremos del árbol de Navidad todos los algodones de falsas nieves; cambiaremos las nueces y las castañas por frutas tropicales, los renos y trineos por carros repletos de alimentos no perecederos: y si queda por ahí algún Papá Noel, que aparezca de bermudas y sandalias.

Queda decretado que, cartas de niños, sólo las dirigidas al Niño Jesús, como la de Pedrito, que escribió convencido que Caín y Abel no se habrían peleado si hubiera tenido cada uno su cuarto; le propuso al Creador que nadie más nazca ni muera, y que todos vivamos para siempre; y, al ver el pesebre, prometió mandarle su abrigo al hijo desnudo de María y José.

Queda decretado que los niños, en vez de juguetes y pelotas, pedirán bendiciones y gracias, y que abrirán sus corazones para destinar a los pobres todo lo superfluo que abarrota armarios y gavetas. Lo que le sobra a uno es lo que el otro necesita, y quien reparte bienes comparte a Dios.

Queda decretado que, al menos un día, desconectaremos toda la parafernalia electrónica, incluso el teléfono celular y, recogidos en soledad, viajaremos al interior de nuestro espíritu, allí donde habita Aquel que, siendo distinto a nosotros, es el fundamento de nuestra verdadera identidad. Entregados a la meditación, cerraremos los ojos para ver mejor.

Queda decretado que, despojadas de pudores, las familias tendrán al menos un momento de oración, leerán un texto bíblico, le agradecerán al Padre y Madre de Amor el don de la vida, las alegrías del año que termina, y hasta los dolores que exacerban la emoción sin que se pueda entender con la razón. La vida, finita, es un río que sabe tener el mar como destino, pero nunca cuántas curvas, rápidos y piedras habrá de encontrar en su curso.

Queda decretado que arrebataremos la espada de manos de Herodes y ningún niño volverá a ser golpeado o humillado, ni condenado al trabajo precoz y la violencia sexual. Todos tendrán derecho a la ternura y la alegría, a la salud y la escuela, al pan y la paz, al sueño y la belleza.

Como Dios no tiene religión, queda decretado que ningún fiel considerará que la suya es más perfecta que la de otro, ni arrastrará su lengua, cual serpiente venenosa, por los trillos de la injuria y la perfidia. El Niño del pesebre vino para todos indistintamente, y no hay manera de profesar que es “Padre Nuestro” si el pan no es también nuestro, sino privilegio de la minoría acomodada.

Queda decretado que toda dieta se revertirá en beneficio del plato vacío de quien tiene hambre, y que nadie dará al otro un regalo envuelto en adulación o intenciones ocultas. El tiempo que se gaste en hacer lazos será muy inferior al dedicado a dar abrazos.

Queda decretado que las mesas de Navidad estarán cubiertas de afecto, y que, dispuestos a renacer con el Niño, trataremos de sepultar iras y envidias, amarguras y ambiciones desmedidas, para que nuestro corazón sea tan acogedor como el pesebre de Belén.

Queda decretado que, como los reyes magos, le daremos todos un voto de confianza a la esperanza, para que ella conduzca este país a días mejores. No perseguiremos nuestro propio interés, sino el de la mayoría, sobre todo el de los que, a semejanza de José y María, fueron excluidos de la ciudad y, como una familia sin tierra, obligados a ocupar un terreno donde nació Aquel que, según su madre, «despidió a los ricos con las manos vacías y colmó de bienes a los hambrientos», y que, en el Sermón de la Montaña exaltó como «bienaventurados a los que tienen hambre y sed de justicia».