Por JUAN T H
La República Popular China es un vastísimo país, uno de los más grandes y el más poblado del mundo, con más de mil 400 millones, que en apenas de 50 años se convirtió en una potencia, lo que a occidente le costó más de 500 años.
China ha pasado de ser un país extremadamente pobre, en la primera economía del mundo, sacando de la pobreza a más de 700 millones de personas y aumentar su clase media en 850 millones. Para el año próximo, 2022, el 76% lo será, según cifras de organismos internacionales.
El número de personas que tienen problemas para abastecerse de alimentos en Estados Unidos es tres veces mayor que en China, un 19% de su población, es decir, 60 millones, frente al país asiático que es de un 6%, que también tiene un mejor sistema de salud y educación. En efecto, más de 43 millones de norteamericanos tienen dificultad para leer y escribir, mientras que casi el 98% de los chinos están alfabetizados.
China ha sido desde tiempos muy remotos, anhelado por las grandes potencias. Ha tenido que defender su territorio y su soberanía de casi todos los imperios que los mantuvieron en la miseria y el subdesarrollo, siendo “semi esclavista, semi feudal y semi capitalista”, como decíamos los Maoístas de los años 70. No es casual la construcción de una muralla que llegó a tener 21 mil kilómetros, que aún hoy puede verse desde la Luna.
Ni el opio, una droga que se convirtió en un gigantesco negocio para los ingleses y otros países, pudieron mantener subyugado y enajenado al pueblo chino durante mucho tiempo. Los chinos siempre supieron romper las cadenas que lo ataban. El gran Napoleón predijo: “Cuando China despierte el mundo temblará”.
Las grandes potencias imperialistas tiemblan hoy ante el avance exponencial de China, que sin haber invadido, destruido a ningún pueblo; sin tirar un tiro, sin lanzar bombas nucleares, ni misiles para devastar ciudades históricas, patrimonio de la humanidad como Bagdad, ha logrado competir y hasta superar en muchos aspectos, económicos, políticos, sociales y científicos, a sus adversarios, algo que no le perdonan.
El Coronavirus no ha sido más que una excusa de las principales potencias enemigas de China, principalmente Estados Unidos, para provocar rechazos, xenofobia y daños a su imparable economía. No existe tal pandemia. Se trata de una campaña mediática mundial para producir una alarma sin base real. Los científicos así lo dicen.
Más de seis millones de niños murieron el año pasado de hambre, desnutrición y otras enfermedades perfectamente curables, sin provocar la alarma de esos países, ni de sus poderosos medios de comunicación; más de medio millón de mujeres mueren todos los años durante o después del embarazo en naciones en vías de desarrollo; 25 mil personas mueren de hambre todos los días sin que sea considerado una pandemia; con la mitad de los alimentos que echan al zafacón los países ricos se alimenta toda la población del mundo, y sobra. Más de 200 millones de niños duermen en las calles, muchos de ellos en países desarrollados. Pero a nadie parece preocuparle.
Detener el avance y el progreso del pueblo chino es imposible. China es una realidad. No hay vuelta atrás.
El coronavirus no alcanzará el nivel de pandemia como el Sida que mató a 25 millones de personas, ni como la viruela que aniquiló a unas 300 millones de seres humanos o como el sarampión que sepultó a 200 millones, ni como otras epidemias que amenazaron a la raza humana. Hoy día, con los avances de la ciencia y la tecnología, eso es prácticamente imposible. En poco tiempo –ya lo verán- la vacuna para combatir el coronavirus estará disponible. Y la China de Confucio, Sun-Yan Se, Mao Zedong, entre muchos otros, seguirá indetenible, como el “viejo tonto que removió la montaña” sin importarle el tiempo que le tomaría porque al final lograría abrir nuevos caminos.