Por Vianco Martínez
Santo Domingo, República Dominicana.- Se la estaban pasando bien los francotiradores estadounidenses que azotaban la zona constitucionalista en la Guerra de Abril de 1965 desde el octavo piso de Molinos Dominicanos, una edificación situada en la ribera oriental del río Ozama.
En un reportaje publicado el 16 mayo de ese año por el periodista Martin Arnold en el New York Times, y reproducido tres días después por The San Juan Star de Puerto Rico, el sargento Douglas Lucas, uno de los tiradores, declaró: “Hombre, tú no sabes lo divertido que es escurrirse entre las balas y luego disparar.”
Otro tirador llamado David Willians, nativo de Filadelfia y definido por el periodista estadounidense Tad Szulc como “un hombre sin ilusiones”, se preguntó: “¿Qué guerra es esta, que no nos dejan disparar si no disparan antes contra nosotros?” (Diario de la Guerra de Abril de 1965, volumen CXIII, Academia Dominicana a de la Historia).
En un discurso pronunciado el 18 de mayo de 1965 para solidarizarse con los constitucionalistas dominicanos que se batían con las tropas estadounidenses, el primer ministro de Cuba, Fidel Castro, citando fuentes de la nación invasora, identificó a otros francotiradores que operaban desde los Molinos.
Entre ellos, los sargentos Robert Orem, de 35 años, nativo de Hutchinson, Kansas; Robert Hooker, de apenas 19 años, de Baltimore, Maryland; y Henry Wiggins, de 26 años, de Indianápolis, Kentucky.
El sargento Hooker daba muestras evidentes de que también se la pasaba maravillosamente, y en ese estado de euforia le contó a un periodista que “espera que su objetivo se mueva para brindarle un buen blanco”. El soldado usaba un fusil automático M-16, y sobre él uno de sus jactanciosos compañeros dijo: “Hooker puede ver claramente la ciudad a sus pies. Dispara con tal velocidad que si una bala alcanza un dedo arranca todo el brazo.”.
Los despachos de prensa de aquellos días estaban llenos de las bravuconadas de los francotiradores estadounidenses que disparaban con entusiasmo contra los dominicanos, combatientes o no, y de sus superiores, los señores de la guerra.
Mal contados, los constitucionalistas, a mitad de la guerra, hablaban de veintiséis muertes provocadas por los disparos de los Molinos. Y el sargento Wiggins, sin perder el toque ante las cámaras, habla con los medios de su país y se ríe con ironía de la fatídica cosecha de sangre que van dejando él y sus compañeros. “Los rebeldes llevan la cuenta por nosotros”, dice, y se muere de la risa.
En su alocución del 18 de mayo, Fidel Castro denunció que los tiradores de los Molinos, para llevar a cabo su labor, contaban con un gran arsenal. “Una unidad de los certeros artilleros –añadió- se ha instalado en lo alto del silo sobre las márgenes del río Ozama. Del otro lado del río, la zona rebelde se extiende a manera de blanco para las ametralladores, bazucas, lanzagranadas y cañones de 106 mm. de las tropas de los Estados Unidos”.
Los francotiradores de los Molinos actuaban a las órdenes del coronel Geo C. Diney, de Colorado, y pertenecían al cuerpo de paracaidistas de la 82 División Aerotransportada de la Marina de los Estados Unidos.
Gerardo Sepúlveda refiere, en su obra Cronología: Revolución de Abril de 1965. Del 24 de abril al 25 de mayo (Volumen CCXCVII, Archivo General de la Nación), que el Presidente Caamaño rompió un trato verbal que hizo para reunirse con John Bartlow Martin, el enviado especial del Gobierno de los EU -a quien Juan Isidro Jimenes-Grullón calificó como “un pro-cónsul del imperio yanqui”-, argumentando, entre otras cosas, que “tropas norteamericanas estacionadas en la zona de Molinos Dominicanos disparaban contra civiles desarmados”.
Para ese momento, según Sepúlveda, ya era “muy notoria la acción de francotiradores norteamericanos que operaban desde Molinos Dominicanos, causando numerosas bajas en la zona constitucionalista, aún en momentos de tregua”.
Precisa el autor que “los norteamericanos disparaban incesantemente por la zona sur, desde la margen oriental del río Ozama, con cañones de 105 milímetros, así como tropas de francotiradores e infantes que disparaban sin cesar con sus armas automáticas, para tratar de hacerlos concentrar fuerzas en ese lado e impedir que lo hicieran hacia el norte”.
En la zona norte, precisamente, las tropas del general golpista Antonio Imbert Barrera ejecutaban, con el apoyo de los norteamericanos, la Operación Limpieza. Algunos corresponsales que la presenciaron testimoniaron que se estaba haciendo “una carnicería”.
Al terror implantado por los francotiradores se sumaron otros atropellos. Según un cable de la AFP (Agencia Francesa de Prensa) una patrulla norteamericana en la zona bajo su control asesinó a balazos a un joven de 15 años, dependiente de una farmacia de la capital, sin razón aparente.
El muchacho matado en la farmacia
Manuel del Cabral
El idioma llegó, dio cuatro voces, / miró al muchacho con sus quince años; /Y, / después de balbucear en castellano, / el muchacho entendió, le dio aspirina, / luego el soldado, / caprichoso, / dudoso, / negativo, / libertino y cobarde, /
en inglés preguntó / y esto es veneno? / y la sonrisa del muchacho fue / el papelito de su defunción: / una bala en silencio escandaloso /
entro borracha al cuerpo del nativo, / que se quedó dormido / como cuando se iba / de vacaciones para ver la novia. / Luego, / un cable del Pentágono diciendo: / “hay que juzgarlo” / hay que decirle al mundo / que tenemos justicia… / Sin embargo, / yo sé que el asesino está tranquilo; / todas las noches / lo ven entrar al cine, y el domingo / les cuenta su aventura a los vecinos. / Mientras tanto, deja tu bicicleta, deja de usarla. / Duerme. / ya sé que estas inquieto debajo de la tierra, / pero no te preocupes pequeño boticario, / que ya tu tendrás tiempo para cobrar tu sueño… / nadie se pone viejo cuando espera dormido.
“Tres soldados norteamericanos –según el despacho de los reporteros franceses- entraron a una farmacia de la que son propietarios los padres de la víctima y pidieron a este un Alka Seltzer. El muchacho sirvió lo pedido y al comenzar a beber uno de los soldados le acusó de intentar envenenarle. La discusión subió de tono hasta que, como punto final, los norteamericanos mataron al chico a tiros de revólver”.
Caló tan hondo aquel crimen en el alma lastimada de los dominicanos que Manuel del Cabral le dedicó El muchacho matado en la farmacia, el séptimo de los treinta y dos poemas de su libro La isla ofendida, un poemario que lleva encima toda la ira del país.
La estrella de los asesinos
Pero la estrella de los asesinos de los Molinos Dominicanos fue, sin duda, el sargento Douglas Lucas, a quien el reportero Martin Arnold definió como el líder los tiradores; y al que el periodista y poeta dominicano Juan José Ayuso le dedicó un libro titulado El sargento Douglas. Revolución Constitucionalista y Guerra Patria de Abril de 1965 (Editora Manatí).
Douglas Lucas, feliz y muerto de la risa, declaró un día que él solo, por su cuenta, había matado a ocho dominicanos con su arma de alto poder.
Canto mulato y amarillo y blanco
Juan Jose Ayuso
Douglas Lucas, / Soldado, / Soldado yanqui. / ¿Dónde estás? / Me dijeron los cables que las hormigas / se comieron tus labios resecos / sobre la boca abierta, allá en Vietnam. / Pero yo te recuerdo / pero te recordamos / subido en los Molinos / tirando hacia la Zona / rompiendo en dos el cuerpo de una muchacha criolla. / Douglas Lucas, / Soldado, / Soldado yanqui. / ¿Dónde estás? / Me dijeron los cables que la Airborne / saltó en pedazos como un soplo de nada / allá en Vietnam. / Pero yo te recuerdo, / pero te recordamos / a lomo de Molinos / asesinando a un hombre que buscaba en el muelle / un pedazo de lata chamuscada / para de comer al hambre de sus hijos. / Douglas Lucas / soldado / soldado yanqui / ¿Dónde estás? / Me dijeron los cables / Douglas Lucas, / Soldado, / Soldado yanqui. / ¿Dónde estás? / Me dijeron los cables que sobre una cincuenta / apareció tu cuerpo descompuesto / allá en Vietnam. / Pero yo te recuerdo, / pero te recordamos / de pie sobre Molinos / -Marte con barras y con estrellas- / disparando hacia El Conde, / hacia el Baluarte, / tratando de acabar hasta con las cenizas. / Douglas Lucas, / Soldado, / Soldado yanqui. / ¿Dónde estás? / Me dijeron los cables / no lo creo- / nos dijeron los cables –no queremos creerlo- / que una bala pequeña / una bala pequeña y amarilla, / seis onzas, / solo seis / te cortaron el índice derecho, / el índice derecho para siempre / Douglas / soldado / soldado Douglas / soldado / Douglas / soldado yanqui. / El índice derecho / con el que tú apretabas el gatillo / para plantar la muerte / una muerte de azul / de rojo / y blanco / que ondeó como bandera / clavada entre la carne de esta tierra. / Me dijeron los cables / Douglas Lucas / si es que puedes oírme, / me dijeron los cables que había muerto. / Cuán lejos te nos fuiste / Douglas / soldado / Lucas / soldado yanqui / Cuán lejos te nos fuiste. / Pero te recordamos / y te enviamos un cable si tú quieres / que tenemos tu tumba en los Molinos / y de todos los Molinos de estas tierras que hierven / con sus hombres que hierven hasta que tú los partes / porque tú no estás solo ni estabas solo entonces. / Pero te recordamos / que teníamos tu tumba en los Molinos / y todavía está abierta / por si quieres venir al purgatorio / antes de ir a un infierno / que será menos fuego. / Douglas Lucas, / Soldado, / Soldado yanqui. / ¿Dónde estás? / Cuán lejos de tu patria te mataron / cuán lejos de tu patria terminaron / la tarea que empezó sobre Molinos / todo este pueblo triste levantado / Douglas, / soldado, / Lucas / soldado blanco. / Douglas / solado yanqui / El pedazo de tierra que mal cubre tu cuerpo / allá en Vietnam / es ahora territorio diplomático. / Ahí está la embajada / la embajada criolla que te pasa la cuenta. / Son muchos pagarés / y no hay barras y estrellas suficientes / para poder pagar. / Douglas / muchacho / Lucas / soldado / Douglas / soldado yanqui.
Cuando llegó a Santo Domingo como parte de la fuerza interventora, Lucas solo tenía veintiún años de edad y cuatro en los órganos armados de su país y, según confesó, nunca había disparado contra un ser humano. De manera, que fue en la Guerra de Abril que hizo su sangriento debut.
Martin Arnold, en busca de fabricar su héroe, lo definió como el líder de los tiro-fijo, un término que él se inventó para referirse a los francotiradores de los Molinos, y que solo existía en su imaginativa cabeza norteamericana.
“El periodista Arnold –reflexiona Ayuso- trataba de dibujar a un héroe. Su crónica particularizó la invasión en el sargento Lucas. (…) Es posible que para los lectores norteamericanos (…) el periodista Arnold hubiese creado un héroe, a una figura especial que particularizaba y personalizaba a todos sus otros 42 mil compañeros en la invasión contra Santo Domingo. Pero no para los dominicanos”.
El sargento Lucas utilizaba una Browning M2 calibre 0.50 de 12.7 milímetros con mira telescópica, un arma que, según la indagación de Ayuso, cubre una distancia máxima de 7.4 kilómetros, aunque tiene un alcance efectivo de 1.8 kilómetros.
Desde los silos de los Molinos, el lugar que ocupaban Lucas y sus amigos, a la calle Las Damas, uno de los puntos más azotados por los tiradores, hay entre 320 a 330 metros de distancia. Y del lugar de los tiradores al edificio Copello -la sede del Gobierno de Caamaño, que fue constantemente asediada- alrededor de 800. Así que los constitucionalistas y los transeúntes de la zona constitucionalista estaban claramente expuestos a los tiradores.
Douglas Lucas y los suyos sembraron el terror en el perímetro de la zona colonial de Santo Domingo, originando la frase que aún perdura “Están tirando desde los Molinos”, utilizada por los dominicanos para referirse a momentos o situaciones de peligro.
Las calles situadas en el trayecto de los francotiradores eran Las Damas, en la Isabel La Católica, la Arzobispo Meriño. También en la José Gabriel García, Arzobispo Portes, Padre Billini, Arzobispo Nouel, El Conde, Salomé Ureña, Mercedes, Hostos, Duarte, 19 de Marzo, y José Reyes. Todas estaban, directa o indirectamente, ubicadas en la mira de los tiradores de los Molinos y todas fueron víctimas del sobrecogimiento causado por los soldados.
Todavía hoy los más viejos moradores de Villa Duarte recuerdan que los francotiradores no solo estaban apostados en la azotea de los Molinos; también estaban atrincherados en la parte alta de los árboles, en una franja de residencias particulares del sector, que con los años experimentó una radical transformación en su perfil urbano.
Allí, los niños de Villa Duarte tenían su propia guerra. “En el patio de mi casa siempre había un francotirador subido en una mata de almendras; nosotros no podíamos salir y solo escuchábamos cada vez que sonaba un disparo”, recuerda una de ellas. “Cuando el tirador se ausentaba, nosotros salíamos, muchachos al fin, a recoger los casquetes que dejaban los disparos regados por el suelo y con eso hacíamos collares y brazaletes para jugar.”
Ella tenía en aquel tiempo nueve años; hoy es una mujer de pelo blanco que recuerda cómo era la vida de aquel barrio y cómo eran las tristezas de aquellos días.
También hay un hombre de pelo blanco con su nombre guardado en el silencio, que aún recuerda la vida que se vivía bajo los tiros de los francotiradores. Residía en una pensión del segundo piso del edificio Marranzini, sitiado en el corazón de la calle El Conde, entre Duarte y Hostos, y cada día veía el terror dibujado en los rostros de los transeúntes que huían de los disparos en busca de refugio.
“La gente corriendo para guarecerse, todo el mundo buscando un lugar seguro en medio de los gritos desesperados de las mujeres y los niños, y la gente gritando Están tirando desde los Molinos, son escenas muy tristes que, aunque pase el tiempo, no se pueden olvidar”, dice.
La memoria gráfica de la guerra de abril guarda entre sus imágenes imperecederas la fotografía del Presidente Francisco Alberto Caamaño y algunos de sus colaboradores saliendo del edificio Copello, sede del gobierno en armas, pegados a la pared, en posición de alerta, para evadir los disparos de los Molinos.
El peregrinaje de Juan José Ayuso
Después de la Guerra de Abril, Juan José Ayuso trató de seguir los pasos del sargento Lucas para contarle al país la historia completa de aquel hombre que hizo correr la sangre por la ciudad de Santo Domingo. Tocó todas las puertas que pudo, pero con poco éxito.
Creyéndolo en Vietnam, hasta un poema le escribió. Lo publicó en el Suplemento Dominical del periódico El Nacional del 5 de mayo de 1968: Canto mulato y amarillo y blanco, se titulaba:
Su obra El sargento Douglas. Revolución Constitucionalista y Guerra Patria de Abril de 1965, escrita tras esa búsqueda infructuosa, fue una interesante aventura investigativa y la crónica de un emocionante peregrinaje periodístico, según confesó tiempo después, le dio muchas satisfacciones.
“Los constitucionalistas de todos los rangos y capacidades –explicó-, más de 40 años después lo recordaban bien, pero ni uno de ellos pudo aportar siquiera una pista para dar con el paradero del sargento Lucas o para responder a una de las preguntas que provocaban su nombre”.
El 22 de julio del 2004, Ayuso, a través de un allegado, escribió al National Personnel Records Center (Centro Nacional de Records Personales) solicitando información básica acerca de la carrera militar y el destino del sargento Lucas. Y días después recibió una carta de ese centro, firmada por la Técnica de Archivo Debra Robinson, diciéndole que la información que buscaba no estaba.
El siguiente mes de agosto, con una tenacidad invencible, Ayuso remitió cinco cartas a igual número de personas que tenían el nombre del sargento Douglas Lucas y que, según sus fuentes, residían en Whitesburg, Kentucky, su pueblo natal.
“Envío esta carta –le escribió al invisible destinatario- a todas las cinco direcciones suyas que pude localizar en una página de Internet, con la esperanza de que alguna llegue a sus manos”.
En la carta Ayuso le preguntaba si estaría dispuesto a responder, “según su criterio y conveniencia, a un cuestionario que, por esta misma vía le haría llegar”. No recibió respuesta a ninguna de las comunicaciones.
Ya convertido en el rey de la perseverancia, Juan José Ayuso siguió adelante. Él tenía la corazonada de que el objeto de su investigación –el sargento Douglas Lucas- había sido enviado a Vietnam, donde su gobierno ocasionó un desastre político y militar de desmesuradas proporciones. Le siguió la pista y revisó la lista de norteamericanos caídos en esa guerra que estaban registrados en el Vietnam Veterans Memorial. Pero no estaba.
Siguió buscando y miró hacia The Wall (El Muro), un lugar que rinde homenaje a norteamericanos muertos en diferentes conflagraciones fuera de su país. Allí encontró una lista de veintiocho militares caídos de apellido Lucas. Pero ninguno era su hombre.
Más adelante se detuvo en la página geocities.com, un sitio de Internet que en sus listas tiene el nombre de ocho estadounidenses de la 82 División Aerotransportada a la que pertenecía el Sargento Lucas, que habían sido abatidos en la República Dominicana en los días de la intervención militar. Tampoco estaba.
En la continuación de su indagatoria, el poeta Ayuso revisó detenidamente los libros recomendados por este sitio Web sobre el tema de la Guerra de Abril dominicana.
Entre ellos Intervention in the caribeann, del general Bruce Palmer (Prensa de la Universidad de Kentucky, 1989); Power Pack: US intervention in Dominican Republic, 1965-1966, de Lawrence A. Yates (Combat Studies Institute); La crise dominicaine, 1965, de Piero Gleijeses (Universidad de Genova; y The dominicana intervention, de Abraham F. Lowenthal (Cambridge, Massachussets).
En ninguna de esas obras apareció su nombre, y al poeta Ayuso le quedó la impresión de que el sargento Douglas Lucas se había desvanecido en el tiempo. Pero un día lo encontró y ya estaba muerto.
“A principios de 2007 y desde uno de los lugares de Internet que ofrecen información acerca de norteamericanos civiles y militares, vivos o muertos (ancestry.com), se llegó hasta Veterans Gravesites, donde apareció la siguiente información del sargento Douglas: nombre, información de su rama de servicio y rango, fechas de nacimiento y de muerte, cementerio, dirección del cementerio, narró finalmente el investigador.”
Lucas murió el 8 de mayo de 1997, a la edad de cincuenta y tres años y con el mismo rango de sargento.
Douglas Lucas, el francotirador de la 82 División Aerotransportada de los Estados Unidos, el hombre que martirizó a constitucionalistas y civiles desde su privilegiada posición en la azotea de Molinos Dominicanos y sembró el terror de una esquina a otra de la capital dominicana, yace en el cementerio Carolina Biblical Gardens, de la ciudad de Raleigh, en Carolina del Norte, en una tumba sin flores y sin más ornamentos que su nombre y siete estrellas que alguien colocó en su lápida.
Murió sin haber pagado por los crímenes que cometió en la República Dominicana.