Por Dagoberto Tejeda Ortiz
En los primeros periodos de la humanidad, la escritura no era necesaria para la convivencia entre las personas. La magia residía en la palabra. La historia se conocía y se transmitía a través de la oralidad. La edad, era vista como un mérito, la viva acumulación de conocimientos. No habían especialistas titulados, no había fragmentación del saber, lo que realmente existían, eran sabios. Por eso, era una constante el que los ancianos fueran respetados y reverenciados. Gracias a los años, tenían la acumulación del conocimiento, un archivo de sus vivencias, sus experiencias de vida. Mientras más edad, más credibilidad. Eran libros ambulantes. En estas sociedades “cuando moría un anciano, se quemaba una biblioteca”. Por eso, existían los “Los Consejos de Ancianos” y para decidir las grandes decisiones sociales eran tomados en cuenta, eran consultados.
Cuando las sociedades europeas se transformaron, trayendo como innovación el “progreso”, basado en la productividad, la cual era el centro del nuevo orden social y era necesaria para la existencia de sí misma “la mano de obra sana y la mano de obra joven”. Los ancianos, cuyas características físicas no iban acorde con dichos requerimientos, fueron excluidos de este nuevo modelo socioeconómico. A los ojos de este nuevo paradigma, eran realmente innecesarios, pues eran vistos más bien como obstáculos, como una carga, inclusive, en el seno de la misma familia.
Todo este proceso, propició la creación de los llamados “asilos de ancianos”; lugares para el confinamiento de estos envejecientes. Un abandono disfrazado, y aunque fueran visitados de vez en cuando por compasivos parientes, la amargura por sentirse aislados de la convivencia familiar y relegados de la productividad, no desaparecía, pues era el principio de una nueva enfermedad, la tristeza. ¡Todo anciano abandonado, está condenado a morir de pena y de nostalgia! Sin alguien con quien ejercer el oficio natural del habla y mucho menos el ser escuchado, día a día, se apaga en cada uno de estos envejecientes, la luz de la esperanza y el deseo de vivir.
El mundo ha cambiado en muchos aspectos, pero no se ha transformado significativamente. Sigue vigente el tipo de sociedad neoliberal en la cual vivimos, la cual se ha encargado de convertir al ser humano en una “cosa”, en un código de barra, en un número, en una ficha, en una mercancía. Se ha impuesto radicalmente el trato más ingrato. Se puede entregar la vida a una institución y al llegar a la ancianidad, (que para muchos es ya a los 60 años), no se reconoce ni se valoran los esfuerzos y los aportes realizados durante toda una vida. Te despiden, te reemplazan o te marginan sin piedad, y para cubrir apariencias, te entregan una placa de consolación fallida que te dice ¡Adiós, hasta siempre! En otros casos, la cosa es más sutil, te nombran como asesor sin que te consulten nunca. Otras veces, te conceden o te premian, “jubilándote”, normalmente con “una pensión”, siempre exigua y vergonzosa.
Pero lo más perverso de todo, es como te excluyen laboral y socialmente; hasta diseñan un plan maquiavélico para que psicológicamente “te sientas inútil”, acabado, como si fueras un deshecho, para alentar esa frustración y amargura, capaz de consumir a los menos fuertes, hipnotizados por la novela de esta sociedad de exclusión. Te envían a casa para que “descanses”, cuando está demostrado, que a toda persona entrada en edad que la despiden de sus funciones de trabajo, (salvo por causas mayores o voluntarias) muere de inactividad, de impotencia duplicada y de tristeza. ¡Estamos ante una sociedad que en su mayoría, desconoce el agradecimiento y solo tiene intereses! ¡La soledad empujada, es realmente peor que el Coronavirus para los ancianos que se sienten excluidos y acabados!
Pero aquí y ahora caben las preguntas: ¿Cómo podemos evaluar, a un sistema que desecha la experiencia que constituyen los adultos mayores? Cada uno de ellos, es testigo y patrimonio de las vivencias sociales, responsables de dar vida a la antropología de la historia oral del mundo. ¿No refleja esto una burda debilidad, el permitir y hasta desear, la desaparición de la memoria histórica de una sociedad?
Estudios en el área de la salud mental confirman, que cuando la población de “adultos mayores” (el término más elegante para nosotros los viejos) alberga la idea de no importarle ya la vida, solo acuña el deseo de la muerte, ganando espacio entre los ancianos el derrotismo, la amargura y la tristeza. Muchos reflejan en sus rostros que ya su espíritu está ausente, que se ha marchado de su corazón la sonrisa y las ganas de prolongar la vida. ¡Cuando se pierde el deseo de la vida, el único camino es la muerte!
Con ese sentido de frustración y de agresión ideológica en contra de los ancianos, se ha elaborado la versión prejuiciada de que el Coronavirus es el Ángel de la Muerte, el exterminador de los ancianos. Pero, debemos detenernos y analizar a profundidad. Aclarar, que este virus, a quien vulnera con más fuerza, no es selectivamente a los seres humanos por la edad, por el sexo, situación económica o preferencias ideológicas, sino por su grado de vulnerabilidad, es decir, por la fragilidad de las defensas que tengan las personas, además de su actitud frente a la vida.
Ciertamente, las personas con sistemas inmunes suprimidos, son los mayores candidatos, no solamente del COVID-19, sino de cualquier otra enfermedad. Esto, ha fomentado el miedo entre la población de pacientes vulnerables, estigmatizando a las personas en función del padecimiento de determinadas enfermedades, como es el caso de los diabéticos, hipertensos y demás, sin embargo, estamos observando a nivel mundial, testimonios de recuperaciones inesperadas en este sector de la población.
Al margen de todas las especulaciones, con el Coronavirus, al igual que en otras patologías, las posibilidades de contagio puede afectar a todas los sectores sociales, pero no existe la democratización de los riesgos y de las consecuencias, impactando más directamente y con más fuerza a los sectores populares.
El Coronavirus, es una realidad, por eso, es necesario asumir la situación con total responsabilidad. Después de cumplir con los protocolos correspondientes preventivos, independientemente de la edad, del color y la situación social, hay que tener una visión optimista de la vida, querer y tener fe de querer vivir, asumir una clara postura de conciencia de plenitud existencial, estar convencidos de que sus efectos son transitorios, su existencia es episódica y que la vida después de los estragos de este virus, aun dejando nuevas lecciones para todos, continuará, aunque no sea de la misma manera.