La procesión del 30 de mayo

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-Primera Parte-

Por Pedro Corporán

La procesión venía de muy lejos, tan lejos que había olvidado el punto de origen, olvido que es el enemigo jurado de la memoria histórica de los pueblos, tan lesivo para glorias como latrocinio, porque hace estallar el deseo irresistible por lo nuevo, aunque sea iluso e impredecible.

El ejército de reverentes se veía desdibujado por la distancia. La soldadesca luchaba ferozmente contra el viento cargado de viejo polvo que se acumulaba en el atuendo señorial, inclinándose hacia adelante para vencer la resistencia y avanzar críticamente contra un futuro que anunciaba implacablemente volverse presente.

Su edad trascendía las tres décadas de camino, con huellas visibles de polvo y cansancio, avanzada de tufo a tiempo corroído, glamour oxidado, pólvora y romo de pueblo, encorvada por años de intensa gloria y pesar, con pisada de tropa diezmada hasta el hastío, resistiéndose al decreto de la historia, amenazada por la ley biológica que blandía su espada insobornable.

Parecía presentir que era su última marcha, litúrgica como siempre, pero exhausta de vanagloria, todavía seguida por cientos de miles de almas, las mismas que celebraron delirantemente la coronación del santo mayor sin reino celestial, hacían casi alucinógenos 31 años, y seguían con los mismos cánticos de alabanzas, enronquecidos por el tiempo.

Aquella inveterada procesión que comenzó pletórica de alegría hija legítima de la tristeza, expelida por el cadáver de la esperanza muerta que cargaban como cruz de irredención desde que surgió la república en 1844.

En ese delirante momento de la historia de la república errante, en 1930, empezaron a sostener con devoción lo que adoptaron como el altar de su redención clasista, hartos de montoneras y santos aristócratas, cuya prosapia los hacía nacer bautizados de absolución y privilegios, la misma absolución que se heredó de la Era Medieval revestida de contemporaneidad, la que prohijó la hereje excomulgación de Lutero en 1521, erigido en cuna de oro del protestantismo. Por eso se hincaron frente al altar y venían cargando al santo mayor, desde hacía casi 31 años, en posesiva procesión.

En aquel álgido punto de origen, como feligresía social huérfana, comulgaron con la traumática ascensión del santo mayor al altar político de la república, con hálito de alegría de clase semejante a la posterior santificación de Martín de Porres Velásquez en 1962, por el que llamaban el Papa bueno, Juan XXIII, que alivió la imagen racista eclesial histórica de América hispánica.

Así se sintieron esas masas creyentes cuando subió uno de los suyos, de su clase, de su pobreza secular, de su nicho de discriminación social, ansiosos por beberse el agua de la venganza clasista y refrescar el rencor social causado por una estirpe que no los odiaba por su raza, pero los discriminaba y sojuzgaba por su inferioridad clasista y cultural, élite social ideológicamente fascista que todavía reclama medalla de adalid de la libertad y la democracia en la historia nacional, representada por Horacio Vásquez, un anciano enfermo empecinado en burlarse de la muerte política, ya decretada por los tiempos, retorciendo la Constitución de la República, creyendo que aún estaba entre los vítores del tiranicidio de Ulises Hilarión Heureaux, mejor conocido como Lilís, ocurrido el 26 de julio de 1899.

En aquel calenturiento momento de la historia, 16 de mayo de 1930, que paradójicamente ordenaría la manigua política, hacía algo más de 30 años que esa gleba social, en su mayoría hijos de la noche sin luna y el maridaje entre la luna y la noche, no lograban la santificación de uno de los suyos, desde que el negro puro de ascendencia haitiana, con apellido francés, se impuso por su inteligencia montaraz, su hechicería temerosa y su valor espartano, logrando subir al altar, aceptado más por miedo que por amor al prójimo.

El orgullo de los irredentos de siempre subió tan alto el 16 de mayo de 1930, que al santo mayor lo ungieron vistiendo un traje similar al lucido por el negro lustroso que en 1882 y 1889, “profanó” el altar del abolengo clasista que se había apoderado de la república desde su nacimiento en 1844, por causa del excelso humanismo del fundador de la nacionalidad, el Dios de la patria, Juan Pablo Duarte y Díez. Ese protervo abolenguismo encarnado por Pedro Santana que al verse en decadencia decidió volver a declararse siervo de la corona española en 1861, a cambio de entregar el altar mayor de la patria, para preservar su trasnochada progenie.

Al llegar al ciclo de 1961, el altar mayor, aunque lo nieguen los falseadores de eslabones históricos, seguía en hombros de hombres y mujeres de pueblo, cuyas mentes habían quedado enredadas en las telarañas de la intrincada historia que habían vivido, salvo algunas excepciones, formalmente ataviados, arengados por una élite de corifeos y doctrinarios del culto a la personalidad, expertos en el manejo del código de reverencia y genuflexión a la “divinidad” de Alejandro Magno llamado “proskinesis”, alumno del gran filósofo griego Aristóteles, adaptado al criollismo nacional.

Era verdaderamente admirable que el grupo de doctos más cimeros de la procesión que salió en 1930, constituían una verdadera estirpe académica e intelectual de relieve enciclopédico, expertos espiritualistas sociales, capacitados para poseer almas y construir mitos, alquimistas de poder que han existido siempre, desde que el hombre es hombre, una especie de “asesinos sublimes en serie” de la conciencia de los poseedores de dotes dormidas, que son las grandes mayorías de las sociedades humanas, en todos los tiempos, solo que ya era imposible revestir de encanto a un viejo y cansado generalísimo que se había convertido en ciguapa que por más que intentaba la marcha nupcial con el tiempo, sus huellas señalaban hacia el pasado.

La era ya era un manojo de flores rojas marchitadas, deshojándose irremediablemente para dejar al desnudo solo las espinas con las que habían clavado de forma inmisericorde a los capullos de un futuro que ya se había hecho presente. Un día como el 30 de mayo, en el año 1961, no cayó la era, solo quedó acéfala, inaugurando la nueva vieja era en la que a los capullos le impedirían convertirse en flores.