«En esta Casa Sólo Entra Quien Sabe Soñar»

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Por Dagoberto Tejeda Ortiz

El tiempo ha pasado inexorablemente en silencio.  El agua del Ozama es otra, pero el río es el mismo. Paciente y cómplice camina a teñirse de azul en un mar Caribe lleno de historias, leyendas y nostalgias.  Casas-templos, todavía con ofrendas de dioses sin religión,  están llenas de recuerdos y muestran la magnitud de su esplendor, aunque algunos insisten en una estética desfasada, cubriéndolas inútilmente con un cemento despiadado como hizo irrespetuosamente un ex Ministro de Cultura con las piedras centenarias, expresión del Altar de la Patria. 

Basta con no ponerle límites  a la imaginación o con los ojos abiertos dejar libre a los sueños, para la recreación de una época que fue y que hoy es historia.  El ejercicio es una catarsis y la emoción  es una aventura  de pasión y de amor, que hace un romance con los recuerdos.

La ciudad colonial de Santo Domingo no puede caminarse sin piedras que son historias, contadas y sentidas de mil maneras.  A pesar de más de 500 años, están vivas y cada día son testigos y cómplice de viejas historias y  nuevos amores.

Todavía, gracias a la imaginación, en el palacio de Diego Colón son contadas historias que no están en los libros.  En la explanada de la capilla de los Dávila, la gente se pone a comentar las últimas noticias después del rosario con la luz de candelabros y la complicidad del Reloj del Sol que no da la hora de noche. La Plaza de Armas, ahí donde no debe de estar Colón, sirve como escenario del carnaval popular.  La Puerta del Conde así como la Puerta de San Diego son escapes para las aventuras nocturnas clandestinas.  En la calle Las Damas, Doña María de Toledo con su sequito se encamina  para los salones de la Capitanía de las Casas Reales donde se celebran los bailes de la élite colonial.

AUTOR: Dagoberto Tejeda Ortiz

Eso ocurre cada día, basta tener imaginación y poder soñar.  El desafío es que esas dimensiones estéticas, llenas de historia y de identidad chocan con la visión desfasada y alienada, neo colonizadas, de la “modernización”, de funcionarios y personas pudientes, cuya tentación y tendencia es soterrarlas, esconderlas con cemento para que sean “más bonitas”, con la complicidad del  Estado como hizo el ex Ministro de Cultura antes mencionado con la Puerta del Conde.

Hoy, cuando adquieren una casa colonial, corren a “modernizarla”, a ponerla más “bonita”, sin ningún respecto, escondiendo piedras desnudas, en homenaje a la vida, pisos impresionantes de ladrillos señoriales, desfigurando arcos que desafían al tiempo, ignorando tragaluces de madera que acarician al viento y permiten el paso de la luz, ocultando portales cuyas imágenes son un poema de amor, arte y pasión.  ¡Eso está ocurriendo en nuestra zona colonial!  ¡Qué pena!

Pero existen días inesperados, de realizaciones personales, que cuando sales de un lugar y  sin importarte quien esté cerca, haciendo una catarsis,  comienzas a gritar: ¡Aleluya!, ¡aleluya!, ¡aleluya!, ¡aleluya!  En la calle Duarte, esquina Arzobispo Nouel, de la Zona Colonial, está la Casa Mella-Russo recién restaurada y frente al hermoso e impresionante portal colonial de esta vivienda, hay la tentación de no querer entrar, para poder contemplarlo.

Esta casa abandonada por años, edificada en 1538, al comienzo de la danza de los ingenios azucareros, violada permanentemente, sufriendo procesos de intervenciones y transformaciones en función de los intereses de los propietarios del momento, sin respetar su identidad y su historia.  Documentalmente existe una cronología de sus propietarios desde 1771, con Claudio Bernal hasta el 2016 que fue adquirida por Altagracia Mella-Russo, una empresaria emprendedora, visionaria,  enamorada de las esencias históricas de la Zona Colonial, soñadora y artista con emociones subliminares, fascinada por sus dimensiones originales y una historia del romance para la recreación de una parte de nuestra identidad.

La casa era un desafío, pero los sueños eran superiores. Para conocerla, para saber quién era ella, había que desnudarla.  Durante cinco años, estuvieron profanando pisos y paredes.  El cemento cedió, gracias a Dios y fueron apareciendo sonrisas, ojos y rostros, que guardaban los secretos que el tiempo no había podido borrar, en piedras revalorizadas, en arcos con ladrillos majestuosos que tenían sus colores y esplendores, con mágicos tragaluces de aire victoriano que conservaban su majestuosidad y su belleza.

Cuando no fue posible distinguir los sueños de la realidad, apareció el milagro.  Por el amor y la pasión, la casa logró su esplendor original y por la magia del arte, la casa violada por años, sonrió a la vida y se convirtió en un museo vigilante para guardar y para renovar.  El hechizo de lo tradicional y la tentación de lo moderno, que va más allá del tiempo, se hizo realidad.  Se convirtió en un refugio, en un espacio mágico donde no se puede salir y donde la catarsis asume la plenitud de los espacios espirituales del sueño y de la realidad.

Con una visión innovadora, se mantiene la majestuosidad del pasado, visualizado por un presente que presiente el camino de lo “nuevo”, en un proceso de armonía y tranquilidad que produce paz interior.  Solo el que va a esta casa-templo sabe que todavía la magia existe. No es la reunión de “cosas viejas”, todo lo contrario, es un espacio vivo de rencuentros de diversas culturas, donde, impacta agradablemente la simbolización del decorado Yoruba mimetizado en la pared.

Objetos históricos y antropológicos de su historia fueron rescatados y se puede conversar con ellos.  Si te sientas a tomar un café, no te sorprendas cuando pase, el saludo, entre otros,  de Joryi Morel, Celeste Woss y Gil, Jaime Colson, Darío Suro, Elsa Núñez, Ada Balcácer, José Cestero, Chiqui Mendoza, Paul Giudicelli, Amaya Salazar, Clara Ledesma o Fernando Peña Defilló.

Y si oyes voces muy rápidas y no entiendes de un momento a otro, ahí está don Josep Gausachs, José Vela Zanetti, Eugenio Grandell, Jorge Hausdorf, Andrés Breton, Wilfredo Lam y Oswaldo Guayasamín, gozándose un impactante y hermoso mural  para el dialogo de Said Musa.

Es una invitación a la vida.  Es sonreír con la magia de los recuerdos, redescubrir los secretos del arte y ser cómplice de la historia. Esta es una casa-templo para las ofrendas del espíritu. Y como dice Altagracia Mella Russo, “En esta casa solo entra quien sabe soñar”…