Todos tenemos nuestro propio árbol de flores rojas por el que luchar

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Por Roberto Veras
 
EN UN LUGAR DEL PAÍS.- Hace unos meses, en la tranquila casa rural donde vivía, una mañana fresca y soleada decidí salir al patio para disfrutar del aire puro y del sonido de los pájaros. Mientras contemplaba el paisaje, mis ojos se posaron en un frondoso árbol lleno de flores rojas vibrantes. Era un espectáculo digno de admirar, pero lo que sucedió después hizo que ese momento se grabara para siempre en mi memoria.
 
De repente, vi dos pequeños colibríes aproximarse al árbol. Su vuelo era rápido y preciso, como si fueran pequeñas flechas de colores surcando el aire. Sin embargo, algo en su comportamiento me llamó la atención. No parecían estar allí solo para alimentarse del néctar de las flores; había algo más en juego.
 
Los dos colibríes comenzaron a girar y a lanzarse el uno contra el otro en una danza aérea que parecía coreografiada. Sus diminutas alas vibraban con tal velocidad que apenas se podían distinguir. Era una lucha cuerpo a cuerpo, un enfrentamiento por la supremacía de ese frondoso árbol de flores rojas. Cada movimiento era preciso y calculado, una batalla silenciosa en el aire.
 
Observé con fascinación cómo los colibríes se perseguían, se alejaban y volvían a chocar en el aire, defendiendo con fervor su derecho a ese espacio. Durante varios minutos, la lucha continuó hasta que finalmente, uno de ellos demostró ser el más fuerte o quizás el más decidido. El colibrí vencedor se posó en una rama alta del árbol, batiendo sus alas en señal de triunfo, mientras el otro se retiraba lentamente, derrotado y apenado.
 
Mientras veía al colibrí vencedor reposar en su recién conquistado territorio, una reflexión cruzó mi mente: «Hasta los árboles del patio tienen sus dueños y protectores». En ese pequeño microcosmos de la naturaleza, había sido testigo de una batalla por la supervivencia y la dominancia, un recordatorio de que cada ser vivo, por diminuto que sea, tiene su lugar y su lucha en este vasto mundo.
 
Ese día, comprendí que la naturaleza, en su aparente simplicidad, está llena de complejidades y de historias que se entrelazan. Los colibríes me enseñaron que, aunque sus vidas son breves y sus cuerpos diminutos, su determinación y su espíritu son inmensos. Desde entonces, cada vez que veo un colibrí, recuerdo aquella mañana y la lección que me dejó: la vida es una constante lucha por lo que amamos y protegemos, y todos tenemos nuestro propio árbol de flores rojas por el que luchar.