Por Roberto Veras
SANTO DOMINGO, RD.- Pocos recuerdan hoy que la existencia misma de Haití como nación libre en la parte occidental de La Española tiene sus raíces, en parte, en una decisión estratégica tomada por el gobernador español Antonio Osorio a inicios del siglo XVII.
Fue él quien, con el objetivo de terminar con el contrabando, ordenó el abandono de los asentamientos españoles en esa zona.
Aquella medida, conocida como «las devastaciones de Osorio», dejó deshabitadas amplias regiones, lo que facilitó que poco a poco los franceses se asentaran en lo que hoy es Haití.
Esa cesión indirecta de territorio, producto de una decisión política y económica, marcaría el destino de dos pueblos hermanos con historias cada vez más contrastantes.
Desde entonces, la historia ha sido clara: la República Dominicana nunca ha invadido a Haití, mientras que Haití sí lo ha hecho en múltiples ocasiones, incluyendo la ocupación de 22 años que dejó profundas heridas aún no sanadas. A pesar de ello, el pueblo dominicano ha actuado con solidaridad, no con rencor.
Cuando los huracanes, terremotos y otras tragedias azotan a Haití, es la República Dominicana la que extiende su mano amiga primero, llevando ayuda, abriendo hospitales, recibiendo heridos y enviando alimentos.
Pero cuando la tragedia golpea del lado dominicano, del gobierno haitiano no se escucha ni siquiera una carta de condolencia oficial. Este desequilibrio en la reciprocidad no ha pasado desapercibido.
Mientras en el lado oriental de la isla se han hecho esfuerzos por proteger los bosques, cuidar los ríos y crear áreas protegidas, del lado occidental, el país se ha convertido en una zona prácticamente desértica.
La tala indiscriminada de árboles, la quema de bosques para carbón vegetal y la falta de un plan medioambiental han destruido los recursos naturales haitianos. Esta devastación ecológica no solo es una tragedia para Haití, sino que amenaza también la estabilidad ambiental de toda la isla.
Más preocupante aún es el discurso que desde pequeños reciben los niños haitianos en sus escuelas, donde se les enseña que Haití es una nación indivisible, implicando a través de mensajes subliminales o explícitos un derecho sobre el territorio dominicano.
Esta enseñanza genera un sentimiento nacionalista mal enfocado y alimenta una tensión innecesaria entre los dos pueblos.
Mientras la República Dominicana comparte lo poco que tiene, desde Haití se mantiene una guerra no declarada pero constante, muchas veces revestida de racismo, de ataques al honor dominicano y de presiones internacionales promovidas por sectores que poco entienden la historia de esta isla.
Hoy Haití vive una guerra interna, no solo política y armada, sino también espiritual y cultural, que ha impedido su desarrollo. Un país que una vez fue símbolo de libertad y prosperidad en el Caribe, ha caído en la más profunda pobreza, no por culpa de sus vecinos, sino por decisiones internas que han fracasado una y otra vez.
Y, aun así, seguimos aquí, compartiendo esta isla, dividida no solo por una frontera física, sino por dos visiones opuestas de lo que debe ser una nación.
La historia debe contarse completa, sin medias tintas, sin culpas heredadas, pero también sin olvidar que la solidaridad no puede confundirse con sometimiento ni con ingenuidad. República Dominicana tiene derecho a defender su soberanía, su territorio, su identidad y su futuro.