Por Roberto Veras
SANTO DOMINGO, RD.- En una fotografía de 1930, ya clásica y profundamente simbólica, aparece el entonces presidente del Senado, Fermín Cabral, juramentando a Rafael Leónidas Trujillo Molina como presidente de la República Dominicana y a Rafael Estrella Ureña como vicepresidente.
Aquella imagen, congelada en el tiempo, marca el inicio de una era que se disfrazó de institucionalidad para dar paso a una de las dictaduras más prolongadas y personalistas de América Latina.
Cinco años más tarde, en 1935, el mismo Fermín Cabral, ya como senador, protagonizó un nuevo acto, no menos trascendente pero sí mucho más servil: propuso cambiar el nombre de la ciudad de Santo Domingo de Guzmán, la más antigua del Nuevo Mundo, por el de Ciudad Trujillo.
Este gesto, aparentemente simbólico, fue en realidad una muestra clara de cómo el culto a la personalidad se institucionalizaba, arraigando en la médula de la vida pública dominicana.
Lo que empezó como una relación política entre Estrella Ureña y Trujillo un golpe pactado, una transición de poder se transformó rápidamente en una maquinaria de adulación masiva, primero moderada y luego desbordada, que fue creciendo en número y complejidad hasta adquirir ribetes grotescos a finales de 1935.
Fue entonces cuando el Congreso, sin mayor resistencia, formalizó el cambio de nombre de la ciudad en 1936.
Y aunque Trujillo fingió objeciones, simuló modestia y hasta hizo declaraciones tibias sugiriendo que no deseaba tales honores, todo se trataba de un teatro político bien montado. Su silencio fue cómplice; su pasividad, un permiso tácito.
En el fondo, cada gesto que ensalzaba su figura era cuidadosamente orquestado y, en muchos casos, promovido desde su círculo más cercano.
Cambiar el nombre de Santo Domingo no fue un simple acto administrativo. Fue una amputación histórica, una afrenta a la memoria colectiva, una forma de borrar siglos de historia para imponer la imagen de un solo hombre.
Trujillo no necesitaba solamente gobernar; necesitaba ser venerado. Y para lograrlo, muchos estuvieron dispuestos a prestarse al juego, por convicción, por miedo o por ambición.
La historia tiene sus ciclos de repetición. Cada vez que el poder se desborda y el silencio se impone, recordemos esa foto de 1930 y ese acto congresual de 1936.
Recordemos cómo una ciudad con más de cuatro siglos de historia fue rebautizada para rendirle culto a un hombre, y cómo, detrás de cada gesto de adulación, hay siempre un peligro latente para la democracia.