Bola de Nieve en sus 109 años

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Bola de Nieve

«Bola de Nieve se casó con la música y vive con ella en esa intimidad de pianos y cascabeles, tirándose por la cabeza los teclados del cielo. Salud a su corazón sonoro», escribió Pablo Neruda.

POR MIGUEL BARNET*

ola de Nieve, nuestro Bola, llegó al mundo hace 109 años. Me resulta de insólita dicha que mi generación haya podido coincidir con un artista de talla universal, y que hayamos tenido el privilegio de disfrutar de su arte. Murió joven, pues apenas alcanzaba los 60 años cuando su corazón le falló en la casa de un amigo mexicano, mientras dormía.

Fue en 1971, y su estancia en la capital azteca era una sola escala fugaz para, de ahí, viajar a su amado Perú, donde iba a homenajear a su gran amiga Chabuca Granda, la autora de ese clásico que él cantó con su estilo único: La flor de la Canela.

Bola, quiero decir Ignacio Jacinto Villa y Fernández, le dio la vuelta al mundo varias veces y fue, sin dudas, uno de nuestros embajadores culturales más notables. Había nacido en Guanabacoa el 11 de septiembre de 1911, terreno fértil para la música y residuario de manifestaciones de origen africano. Hijo de Inés Fernández, bailadora de rumba y cuentera maravillosa. De ella heredó la alegría criolla y el arte culinario, y su amor por la música. Bola confesó en una entrevista que él tenía voz de manguero, y con esa declaración tan personal nos subyugó a todos por su ingenio interpretativo y su gracia personal.

«Bola de Nieve se casó con la música y vive con ella en esa intimidad de pianos y cascabeles, tirándose por la cabeza los teclados del cielo. Salud a su corazón sonoro», escribió Pablo Neruda. Pero su salud le falló. Él confesó también a un periodista: «Soy Bola de Nieve: un negro en flor». Tuve el privilegio de compartir inol­vidables veladas con él en el restaurante Monseñor del Vedado. Un día le llevé mi Oriki para Bola de Nieve, que interpretó magistralmente Luis Carbonell, y él me dijo: «Ahí están mis huesos y mi sangre, el día que yo muera lo quiero en mi tumba». Fue un doloroso augurio; a los pocos meses ­recibimos el ataúd plateado que lo devolvía a su patria desde México. Esa tarde junto a su familia, Felito Ayón, Nisia Agüero y otros amigos cercanos, le dimos la bienvenida al artista guanabacoense y universal, cuyos restos descansan en el cementerio de la Villa de Pepe Antonio.

No olvidaré nunca aquel día: Nancy Morejón me impulsó a dejar caer mi Oriki en aquel hueco sagrado para nosotros, sus fieles admiradores. Gracias a su hermana Raquel, que ya alcanzó los 90 años, el espíritu de Bola, su personalidad subyugante, nos toca cada vez que la visitamos en su casa y nos cuenta, al notable productor discográfico Jorge Rodríguez y a mí, anécdotas simpáticas de su hermano, quien para ella fue más bien un padre tutor. «Nunca me habló de tribulaciones ni pesares, era un niño grande». Y él asevera en otra entrevista: «Cuando actúo siento de todo: un torrente de sensaciones, desde lo erótico a lo ingenuo, desde el entusiasmo a la desesperación. Siempre soy un niño; pero soy más niño cuando actúo. Yo soy un hombre que siempre está alegre».

Recuerdo una tarde en la oficina de Nicolás Guillén, cuando le dijo a Argeliers León, con aquella picardía demoledora: «Ustedes les llaman ahora a los santeros folcloristas. Así van las cosas. Entonces yo nací folclorista». Y todos nos echamos a reír. Ese era Ignacito, un artífice de ingenio popular y de la salida inesperada.

Nicolás Guillén escribió: «Desde 1930 su nombre fue una enseña victoriosa y en la riquísima década nacional que culmina aquel año, lo cual nos ofrece nombres de resplandor alto y fijo, anunciadores del despertar o del nacimiento de una conciencia cubana, Bola de Nieve junto a Rita Montaner (no porque le acompañara al piano sino porque estaba acompañándolo en la historia), es ya una figura popular, tomando esta palabra en su sentido más decoroso, más sobrio y digno».

Roberto Fernández Retamar siempre decía que era un privilegio ser contemporáneo de Bola de Nieve. Los que lo quisimos, admiramos y disfrutamos de su arte singular e irrepetible añoramos hoy al amigo, al intérprete único, no al ícono sino a la persona maravillosa que fue Ignacio Jacinto Villa y Fernández, nuestro Bola, al que quisiéramos tener más presente en los medios radiales y televisivos, al autor de cantos de cuna y boleros como Si me pudieras querer, o canciones nostálgicas como Ay, amor, al pregonero de El manisero, de Moisés Simmon y Ecó, de Gilberto Valdés; a Bola, ese clamor de cubanía universal, ese latido frágil que nos alimenta el corazón.

  • Tomado de Granma.cu – 10 de septiembre, 2020.