Por Dagoberto Tejeda Ortiz
En la marginal Este del pequeño pueblo de Baní, en los inicios del siglo XX, cerca del río, se fueron asentando algunas familias de escasos recursos económicos. Floiran Tejeda, zapatero fue uno de ellos, en una época en que todos los pobres y clase media, no podían comprar zapatos industrializados y los zapateros arreglaban y elaboraban los zapatos, tanto de hombres como de mujeres. Eran artistas y artesanos que gozaban de mucho prestigio y reconocimiento.
Realmente Baní era una hermosa aldea, donde la mayoría de la población compartía todo, las distancias sociales eran formales, la palabra era sagrada y prevalecían las relaciones primarias, donde los familiares más cercanos eran los vecinos. No había agua potable, sino pozos compartidos con los vecinos, tampoco había enseñanza ni hospitales ni clínicas públicas ni privadas.
Tampoco habían calles asfaltadas, cuando llovía eran canales y los muchachos salían a mojarse en todos los aguaceros, obedecían a los mayores, el maroteo de mangos era libre, iban al río cada vez que querían, les daban pelas y creían que los muertos salían y que las marimantas se llevaban a los niños desobedientes.
No había carros, ni motores, ni bicicletas ni camiones, ni radio, ni televisión ni internet. Prevalecían los burros, las mulas y los caballos. Un “fututo”, tempranito, rompía el silencio del pueblo, avisando los tipos de carne (res, chivo o cerdo) que estaban disponibles para ese día.
La solidaridad era obligatoria, la amistad era un compromiso y el compadrazgo era sagrado. Una vez, la esposa de Don Fabio Herrera Cabral, el padre de Don Rafael Herrera, uno de los personajes más importantes de Baní, se enfermó y necesitaba unos medicamentos que no lo había en el pueblo. Él y Floiran eran amigos y en un caballo, por caminos solitarios y desiertos, Floiran fue a la ciudad de Santo Domingo a comprarlos, para honrar así la amistad.
Mi madre falleció estando pequeño. Éramos cuatro hermanos y mi padre que también era zapatero, al igual que su hermano Francisco, se graduó de bachiller y al no tener recursos económicos para ir a la universidad, fue el primer maestro de la escuela pública en la comunidad rural de Las Salinas, donde Trujillo había construido la base militar de la marina de guerra más importante del país.
Allí vivimos varios años, pero luego nos repartieron entre los abuelos. Mis dos hermanas y un hermano, se fueron a vivir con mis abuelitos maternos y yo con mi abuelito paterno, que era Florián Tejeda. Cuando mi padre dejó de ser maestro, se convirtió en pulpero, pequeño comercialmente barrial, en la frontera donde comenzaba el legendario barrio de Villa Majega, por donde todos los años, el 25 de junio tempranito pasaban a San Juan Bautista con la Sarandunga en su camino ritual para el río.
El patio de nuestra casa hacía frontera con el solar donde nació el Generalísimo Máximo Gómez el banilejo más grande de toda su historia y el más grande guerrillero internacionalista dominicano, genio militar, bautizado por Juan Bosch como “el Napoleón de la Guerrilla”, uno de los libertadores más importante de la Independencia Cubana.
Mi abuelito, era un admirador apasionado del Generalísimo y me transmitió ese mensaje, incluso llegó a conocerlo y estaba grabado en su imaginación y eran parte sagrada de sus recuerdos. Él me contaba que estando pequeño, fue a caballo, con un grupo de banilejos al tamarindo de Paya a esperar al generalísimo en su última visita a Baní, después de haber llegado lleno de gloria de las montañas y las campiñas cubanas.
Floiran era un personaje callado, de palabra, que nada más hablaba una sola vez, pero al mismo tiempo era sensible, artista, era músico que tocaba en la Banda del pueblo, era tierno, tímido y cariñoso. Yo noté siempre que no asistía a los actos públicos trujillistas, como todo el mundo. Siempre había una excusa y cada vez que alababan a Trujillo delante de él, se transformaba, se ponía rojo de una rabia contenida, pero era reservado y no decía nada delante de los muchachos y menos delante de personas extrañas.
Era un radical antitrujillista, pero callado y discreto. Aun así, un Calié barrial le comunicó a una autoridad del gobierno, a don Arsenio Velásquez, “que él había venido vigilando a Floiran Tejeda y que podía decir que por las cosas que hablaba escondido él era un desafecto del régimen, un enemigo del Jefe”. Don Arsenio muy serio, lo miró fijamente y le dijo: “Mire carajo, yo conozco muy bien a ese señor, es un hombre muy serio, espero que esto usted no lo repita nunca más y no lo comente con nadie, porque es una mentira. ¡Yo me encargo personalmente de ese caso!”. Este calié, que yo llegué a conocer, el papá de un amigo, se metió el rabo entre las piernas sin decir una sola palabra y desapareció.
Como compensación existencial, en los aniversarios y días especiales, mi abuelito, con un grupo de amigos antitrujillistas, en el solar donde nació el héroe de la Independencia cubana, organizaba un homenaje al que consideraban el verdadero generalísimo, murmurando ente ellos, que el título de Trujillo era una mentira. Todas las noches, escuchaban por radio los programas de los exiliados antitrujillistas. Al otro día lo comentaban entre ellos. En una oportunidad, sin que se dieran cuenta, escuché una conversación entre el él, Pasito y Man Moscat, dos maestros zapateros.
En las noches, en dos mecedoras, conversábamos sobre sus memorias, sus andanzas y sus anécdotas. Mi abuelito, mi ídolo, murió con más de cien años de edad, estando yo coincidenciamente en Cuba. Lo recuerdo con ternura. Todavía tengo momentos de nostalgia, de tristeza y de dolor, que terminan en lágrimas.
Floiran Tejeda, maestro zapatero, músico, que recibió al Generalísimo Máximo Gómez en su última visita a Baní, antitrujillista, mi abuelito, me enseñó lo que era la dignidad y el honor. Viene a mí en todas las semanas santas. Este año conversamos más que nunca.