¿Por qué el dictador Daniel Ortega ataca a los jesuitas en Nicaragua?

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El dúo dictatorial de Nicaragua, Daniel Ortega y la esposa Rosario Morillo

POR Bill McCormick – Cambio 16

Cuando Daniel Ortega, el presidente de Nicaragua, cerró la Universidad Centroamericana, la universidad jesuita de Managua el 16 de agosto, no sorprendió a nadie. Su represión contra la Iglesia católica se ha intensificado desde 2018, cuando las protestas antigubernamentales dejaron más de 300 muertos.

La semana siguiente al cierre de la Universidad Centroamericana en Managua, el gobierno de Ortega y de su esposa Rosario Murillo desalojó a los jesuitas de su residencia (que es propiedad privada de la Compañía de Jesús, no de la universidad) y ahora expulsó a los jesuitas de Nicaragua. Son acciones impactantes, pero también parte del manual del dictador.

La esencia del totalitarismo es eliminar a cualquier competidor del poder del Estado. Los grandes enemigos de cualquier régimen injusto son la familia y el matrimonio, la Iglesia, las uniones y cualquier otro organismo social con sus justificaciones para existir y actuar al margen del Estado. Son la base de una sociedad civil sana, pero para un régimen injusto, arbitrario y ajeno a la democracia y la libertad, son lugares de resistencia.

Los aspirantes a construir estados totalitarios modernos, con los beneficios de la tecnología y las comunicaciones de masas, los recursos económicos y las ideologías absolutizantes, tienen formas eficientes de ejercer control sobre sus ciudadanos y de eliminar los cuerpos sociales que se interponen entre el ‘pueblo’ y el Estado. Así, el objetivo de Ortega es la total impotencia e indefensión del pueblo, de los ciudadanos, como han denunciado los jesuitas centroamericanos.

Ortega ha demostrado su deseo de subyugar al pueblo, ya sea eliminando rivales políticos o exiliando a organizaciones no gubernamentales extranjeras que brindan valiosos servicios a la ciudadanía. Ortega considera que castigar a quienes no reconocen su autoridad consolida aún más su poder sobre el pueblo nicaragüense, a pesar de la desaprobación que causa.

La Iglesia Católica ha sido una espina clavada para los dictadores a lo largo de la historia. Muchas dictaduras han atacado a la Iglesia católica en sus territorios porque es una comunidad con principios, valores y orden social que, en última instancia, no dependen de los gobiernos civiles para su origen o apoyo. La Iglesia ofrece un conjunto de criterios para juzgar los gobiernos independientemente de las ideologías reinantes. También ofrece espacios para la disidencia y resistencia a los regímenes, como de hecho lo hicieron la UCA y los jesuitas nicaragüenses con los manifestantes contra Ortega.

En la medida en que el autoritarismo sea fundamentalmente “posverdad” o busque narrativas que justifiquen su poder, la mera existencia de la iglesia confronta la razón de ser de la dictadura donde es más vulnerable: en su intento de falsear la realidad.

Desde su fundación, la Compañía de Jesús ha tenido una historia complicada con la política y los políticos. Ha sido flanco de ira dictatorial en muchos lugares y en diferentes momentos. La supresión de los jesuitas por parte del Vaticano debido a la presión de los gobiernos seculares de 1773 a 1814 fue parte de una campaña multinacional para erradicar a la Compañía como fuente de oposición a la autoridad política centralizada en toda Europa, como (percibidos) agentes del papado.

Para muchos monarcas, la existencia de los jesuitas fue un freno a su interés de controlar la iglesia dentro de sus fronteras. La resistencia a los jesuitas surgió como respuesta a su naturaleza transnacional: un autócrata en Francia no podía controlar a los jesuitas en territorio francés mientras pudieran pedir ayuda a los jesuitas de otros países o a Roma. Al perseguir a la Iglesia católica y expulsar a la Compañía de Jesús, Daniel Ortega continúa con este trágico legado.

¿Funcionará? Probablemente no. A corto plazo, Ortega puede hacerles la vida muy difícil a los católicos, como de hecho lo hace. Pero sus acciones contra la Iglesia implican un coste. Muy pocos gobiernos autoritarios pueden mantener una presión constante sobre la Iglesia católica, por muchas más divisiones que tuviera Stalin que el papa.

Ortega está creando mártires, ojalá no literales. Si es derrocado, lo será por el papel que ha desempeñado la Iglesia en defensa de la justicia, la libertad y la democracia. La opresión religiosa puede tener el efecto opuesto al deseado, como fue el ejemplo del Movimiento de Solidaridad en Polonia.

No es poca cosa que las injusticias de Ortega se manifiesten en otra UCA, en la de El Salvador, donde seis jesuitas y dos laicos fueron asesinados en 1989 por otro régimen injusto. Esa masacre fue parte de una larga historia de violencia contra los católicos en ese país, incluidas las “Cuatro Mujeres de la Iglesia de El Salvador”, Rutilio Grande, SJ , y el arzobispo Óscar Romero, y un número incalculable de salvadoreños pobres.

Las historias de esos mártires importan. Dan testimonio de la mentira y la injusticia del totalitarismo. El hombre es la medida de todas las cosas y que la política tiene la última palabra sobre la forma de la justicia y la ilegitimidad de la violencia. Muchos católicos han sido cómplices de este tipo de injusticia, y es fuente de dolor y humildad para toda la Iglesia.

A pesar de todas las limitaciones de la Iglesia, no podemos apartarnos del ejemplo de santos como Thomas Becket, Edith Stein u Óscar Romero. Finalmente no fueron meras víctimas de pretensiones arrogantes de poder, sino hombres y mujeres que se abrieron a la gracia de Dios y perseveraron frente a una terrible persecución, sostenidos con la esperanza de que, unidos al Hijo de Dios en una muerte como la suya, también podrían estar con él en su resurrección.

La esperanza va mucho más allá de cualquier cosa que se parezca a la política. Pero, como admiten tácticamente una y otra vez tiranos y dictadores, es una esperanza con un tremendo poder para la política.

Bill McCormick, SJ, es editor colaborador de America y profesor asistente visitante en los departamentos de Ciencias Políticas y Filosofía de la Universidad de Saint Louis.