POR LUIS BEIRO
Las veleidades que relato no fueron obra del “imperialismo yanqui”, ni de la “rancia derecha” a la que tanto ataqué con mis escritos cubanos.
A Eduardo García Tamayo sj.
Un amigo me ha pedido un encargo que no me es dado: Escribir sobre mí, sobre mi escritura, mis orígenes y lo que amo. Es decir, que no ande por las ramas a la hora de escribir sobre la tierra donde nací. Durante unas semanas he pensado en su solicitud y al final decidí complacerlo a medias porque la petición viene de alguien quien admiro, respeto y me conoce bien. Él sabe cómo soportarme y me aconseja cuando voy a estallar. Además, me acompañó a sembrar entre rocas habaneras, en el embarcadero de Cojímar, una parte de los restos de mi madre, lugar donde ella, un servidor y mis tíos, solíamos pescar con chinchorro, o salir en yola al atardecer en busca de los tesoros marinos.
No sé cómo empezar esto porque fueron muchos pasos en busca de algo que no existe. Me creí rey pero sin trono. Si puedo narrar estas memorias lo hago en alta voz. No tengo nada que ocultar. Y respondo por mis actos. Comencé a ser un escritor de esos que juntaba palabras para complacerme, y con ellas entrar en salones suntuosos, adornados de falsas ilusiones, donde me aguardaba un sillón reclinable, justamente detrás del dueño del circo. Después, todo fue más fácil porque la escritura contagia sin darnos cuenta, igual que el ridículo uniforme verde olivo que porté invocando una guerra absurda contra el mundo azul, mientras amaba la paz: “La Revolución me dio todo lo que soy y por ella lo daré todo”.
Mis versos de ayer, olían a un Vladimiro Maiakoski antillano. Cumplí diecinueve años recién salido del Servicio Militar Obligatorio. Tuve que cursar dos años de Bachillerato en los Institutos de Ayesterán y el Vedado, donde no solo tuve amores, pleitos y profesores desganados, sino deseos de una militancia falsa. Después, proseguí en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana donde me atrajo otra muchacha cuyos padres, incluso, querían sacarme con ella fuera del país. Allí tuve los mejores amigos que he conocido. Todos ingenuos, como yo.
Al graduarme de abogado añadí el comentario libresco, el ensayo, la crónica de cine, el periodismo y la antología de versos ajenos a mi carrera. Ya a mis treinta años me enrolé en el mundo ajeno a través de la entrevista y mis versos no dejaron atrás el patrioterismo. Publiqué algunos libros con los que hicieron zafra mis rivales.
Abandoné todo cuando el exilió tocó en mi puerta. De héroe pasé a villano. No soporté ver a mi familia sobrevivir a un Período Especial que no era tan especial. Mis nuevos jerarcas me echaron a la calle como a quien le cierran la puerta de su casa en plena madrugada y no sabe a dónde ir. Aquellos fantasmas esperaban verme a la interperie para lanzarme un hueso y recordar lo que fui. Un gran amigo me recogió, pero pronto descubrí la insuficiencia del celaje. Él no pudo procurarme una escampada, ni sobrevivir cubierto por un paraguas lleno de agujeros.
Otro gran amigo me vio mal vestido y deambulando por las calles, en busca de limosnas, y me trajo a Santo Domingo. No me prometió trabajo estable, pero sí la suerte de empezar de cero. Mi familia quedaba atrás, al amparo de lo fugaz. Llegó al país cuatro años después, gota a gota y pagó mis platos rotos por mí. Sobrevivieron, en parte, por la buena voluntad de otros amigos que no me permitieron enlazarme entre dudosas y arriesgadas esperanzas. Mi esposa nunca fue la misma. Mi segunda hija quedaba en Cuba para terminar una carrera universitaria que le impusieron de castigo para encadenarla de por vida y mi hijo, desde sus diez años, llegó con más asombro que certeza por dejar atrás a sus abuelos maternos.
Mi primera hija logró salir de Cuba gtacias a un poder notarial que le envié para evitar que una manada de lobos aullara con sus huesos.
A mi familia rota la asumí como si nada hubiera sucedido. Recomencé y hoy puedo considerarme un afortunado. Vivo modestamente con lo que necesito para el día a día. No me codeo con esferas altas. He hecho mío este país que me ha permitido publicar el grueso de mis garabatos literarios que, con virtudes y defectos, nada ni nadie me podrá quitar. He hecho grandes amigos y no temo mirar de frente y alzar mi testa. Soy un exiliado privilegiado que adoptó el nuevo nombre de moda a su condición: Emigrante. Me interesa la política tanto como las gotas de lluvia que nadie ha podído contar. He estado enfermo, triste, acongojado, pero feliz. Sobrevivo con los rastrojos de esposa que pude sacar de Cuba, la sobrellevo, la protejo y la mantengo sin pedirle nada.
Mis hijos han formado familias y no me meto en sus vidas. Ya lo dijo el poeta español Antonio Machado: “Y cuando llegue el día de mi último viaje/ y esté al partir la nave que nunca ha de tornar/ me encontraréis a bordo, ligero de equpaje/ casi desnudo, como los hijos de la mar”.
Soy periodista a mucha honra. Y un autor desconocido. No me puedo quejar. Todavía creo en la palabra y trato de entregar lo mejor de mí al país que me adoptado. Las veleidades que aquí relato no fueron obra del “imperialismo yanqui”, ni de la “rancia derecha” a la que tanto ataqué con mis escritos cubanos. Fueron, si se quiere, las siempre inconclusas cartas del destino.