Canción de cuna

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Por Leslie Díaz Monserrat | [email protected]

Cada vez que un niño llora, debería recibir el arrullo de una canción de cuna. La voz de los padres posee un efecto tranquilizador. Toman al pequeño, lo llevan a la danza del sillón. Lo mecen al ritmo de una melodía tan dulce como suave. Cuando hay amor, ninguna voz desafina. Le acarician el rostro rellenito y rosado, y hace con sus labios un esbozo de sonrisa. Duerme tranquilo. Un niño que crece en los brazos de sus padres es un niño feliz.

Criar a una pequeña criatura impone un sacrificio que nadie logra comprender a cabalidad, hasta que la cigüeña toca a la puerta y comienzan las noches en vela, los sustos por la primera fiebre, la caída inaugural tras los pasos iniciales.

La entrega, en su sentido más verdadero y primigenio, implica privarse de privilegios, renunciar al vestido de antes, a las galletas que te encantan, a los días de fiesta; para entonces, pasar las horas en la cocina, lavar montones de ropa, hervir agua y pañales.

Se renuncia, incluso, al cuerpo propio, al abdomen plano, a la piel lisa, al pelo impecablemente arreglado. Cada entrega de amor conlleva, en diversas medidas, la dejación del yo en función del otro.

Por lo general, los padres dan por sentado que, en algún momento, ese cariño regresará multiplicado en gestos amorosos, en compañía inquebrantable, en paciencia, en sostener las manos hasta que el pecho se convierte en una caja fría que abriga un corazón inerte.

Cuando un niño queda privado del cariño de quienes lo trajeron al mundo, nada ni nadie puede compensar la ausencia, el feroz vacío, la desazón. Cuando un padre queda huérfano de hijos, siente que ha perdido un trozo de su cuerpo, que no ha valido el esfuerzo, que, hasta cierto punto, todo ha sido en vano.

A veces, ni siquiera puede culpar los designios de la muerte. A veces, ni siquiera están lejos. Hay huérfanos de hijos que viven con ellos en su casa o que han terminado sus días en una institución, porque esos mismos bebés rozagantes que tanto cuidaron, ahora no pueden devolver ni un centímetro del cariño recibido.

Hay huérfanos de hijos a los que les despojaron de su cuarto, de su casa, de sus sueños, solo porque «ya vivieron», como si vivir no fuera respirar, envejecer en paz, contar la misma historia, cientos de veces, frente a un coro de nietos vivaces.

Hay huérfanos de hijos que no hicieron nada mal, que se entregaron, y ahora apenas reciben una visita de vez en cuando. Hay huérfanos de hijos que lloran en silencio y no encuentran una canción de cuna que los arrulle cuando se acuestan en su cama, de lado, como un feto gigante carcomido por el tiempo.

Hay huérfanos de hijos que no piden mucho. Hay hijos que, aunque están cerca, han decidido no estar. Pero el tiempo, ese juez justo, le dará la vuelta a sus manecillas, y ese hijo, que también quedará huérfano, tampoco tendrá quien lo quiera y pueda arrullar.