Por Roberto Veras
SANTO DOMINGO, RD.- Corría el año 1987 y la economía dominicana se tambaleaba al borde del colapso. El peso dominicano había sufrido una devaluación estrepitosa del 63.1%, provocando una sacudida en todos los sectores productivos y en los bolsillos de los más vulnerables.
Ante esta situación crítica, el presidente Joaquín Balaguer tomó una decisión que marcó un intento tímido, aunque significativo de cambiar el rumbo económico del país: sustituir al entonces Secretario de Finanzas, Julián Pérez, por Roberto Saladín.
Saladín, un técnico con formación moderna y pensamiento más afín a la economía de mercado que al modelo de intervención estatal tradicionalmente defendido por el balaguerismo, fue visto con buenos ojos por ciertos sectores empresariales e internacionales. Se esperaba de él una orientación más liberal, más alineada con las reformas estructurales que comenzaban a imponerse en América Latina bajo el influjo del Consenso de Washington.
Uno de sus primeros movimientos fue designar como asesor al joven economista Andrés Dauhajre hijo, una figura emergente en el pensamiento económico dominicano, conocido por sus propuestas orientadas a la estabilidad macroeconómica y la disciplina fiscal. Sin embargo, la esperanza de una transformación duradera se disipó rápidamente.
Como relata Mario Méndez en su libro Reforma y lucha de intereses, la permanencia de Dauhajre fue breve. Las recomendaciones técnicas que él y su equipo formularon no llegaron a aplicarse, debido a la inercia institucional y la resistencia de los grupos de poder incrustados en el aparato estatal.
El sistema político de la época clientelista, opaco y profundamente desconfiado de los tecnócratas se impuso sobre la racionalidad económica. Las medidas para enfrentar la crisis cambiaria quedaron engavetadas, como tantas otras ideas valiosas que han sido víctimas del cortoplacismo y los cálculos electorales.
Este episodio nos recuerda que, aunque los nombres y rostros cambien, las verdaderas reformas requieren más que voluntades individuales. Se necesita un Estado capaz de ejecutar políticas coherentes y una clase política dispuesta a asumir costos a corto plazo en favor del bien común. La historia del año 1987 no es solo la crónica de una crisis económica, sino también el testimonio de una oportunidad perdida por falta de coraje institucional.
A casi cuatro décadas de aquellos hechos, vale la pena preguntarse si hemos aprendido algo. ¿Seguimos repitiendo el mismo ciclo de improvisación, cambio de figuras y promesas incumplidas? ¿O finalmente estamos construyendo una estructura que permita aplicar reformas cuando más se necesitan, sin que queden atrapadas en el laberinto de los intereses creados?