Por Julio Cesar Terrero Carvajal
SANTO DOMINGO, RD.- Haití arde. Pero no se trata de un fuego provocado por simples bandas callejeras. Quienes insisten en llamar “pandillas” al grupo que lidera el ex oficial de policía Jimmy Cherizier, alias “Barbecue”, se equivocan o prefieren mantener el velo de una narrativa cómoda y desinformada.
Lo que emerge con fuerza desde las entrañas mismas de los barrios más marginados de Puerto Príncipe no es un fenómeno delincuencial espontáneo. Es un movimiento político armado, organizado, dirigido y peligrosamente eficaz, que ha puesto en jaque no solo a las limitadas instituciones haitianas, sino también al Consejo de Seguridad de la ONU y a la comunidad internacional.
Cherizier no es un simple delincuente. Es el rostro visible de un proyecto insurgente que nace después del magnicidio del presidente Jovenel Moïse, crimen aún sin esclarecer y que dejó un vacío de poder aprovechado por actores internos y externos.
Desde ese momento, Barbecue y su estructura conocida como la “Federación G9” han tomado el control de vastas zonas del país, han enfrentado de tú a tú a la debilitada Policía Nacional de Haití y han obligado la dimisión de al menos dos Primeros Ministros. ¿Qué grupo de delincuencia común logra eso?
¿Cómo seguir llamando «pandilla» a un conglomerado armado que decide los destinos políticos de un país? ¿Cómo catalogar de simple criminalidad a una fuerza que toma aeropuertos, bloquea puertos, controla rutas de suministro y se enfrenta con éxito a policías y militares extranjeros?
En República Dominicana, durante la década del 70, también surgieron movimientos de izquierda que recurrieron al asalto de bancos como forma de financiamiento. Fueron tildados de delincuentes por la narrativa oficial, pero con el tiempo la historia los reconoció como luchadores políticos. Lo que ocurre en Haití no es muy distinto.
La diferencia es que en Haití, la élite política y económica ha condenado a su pueblo a una miseria estructural tan profunda que los más marginados han decidido no seguir esperando salvadores: han tomado las armas.
Cherizier tiene un discurso político claro: quiere desplazar del poder a una élite corrupta y desconectada, responsable del colapso institucional y del estado fallido en que vive Haití. Su lucha ha calado en miles de jóvenes que se suman cada día a su causa, no solo con fusiles, sino con la convicción de que están enfrentando décadas de exclusión y saqueo institucional.
La definición jurídica de “pandilla” no aplica aquí: no se trata de una agrupación ocasional sin fines estructurados. Esto es una fuerza armada organizada con objetivos políticos claros, con voceros, con demandas, con territorio y con una creciente legitimidad entre sectores de la población.
Tan grave y potente es este fenómeno que la misión de seguridad enviada por Kenia, bajo la sombrilla de la ONU, ha tenido que admitir que enfrentan a una fuerza más preparada de lo esperado. Jamaica, que envió tropas, tuvo que retirarlas. La Policía Nacional de Haití ha cambiado de jefatura más veces en un año que en décadas anteriores, sin lograr retomar el control.
Esto no significa que debamos glorificar la violencia o romantizar a sus líderes, pero el análisis político serio exige llamar las cosas por su nombre: en Haití no opera una simple pandilla. Opera un movimiento revolucionario de nuevo tipo, con estructura paramilitar, discurso ideológico y capacidad de acción directa, nacido del colapso del sistema político y del hartazgo popular.
Negarlo es no entender la profundidad del problema. Y peor aún, es seguir aplicando fórmulas fallidas que solo agravan la situación. Haití no necesita etiquetas superficiales. Haití necesita comprensión estructural, acción inteligente y soluciones políticas reales.
Porque mientras los diplomáticos discuten en salas con aire acondicionado, el poder real se está reconfigurando en las calles de Puerto Príncipe, bajo el mando de un líder que ha demostrado que ya no se puede ignorar.