Quienes aspiran a reelegirse son invencibles en América Latina. Es una práctica antidemocrática.
Por: JOSÉ FERNANDO FLÓREZ RUIZ*
24 de octubre de 2014
Entre 1994 y lo que va de 2014 se intentaron en Latinoamérica 18 reelecciones presidenciales inmediatas, de las cuales 17 resultaron exitosas, reeligiendo a 12 presidentes distintos con una efectividad del 94%. En 2004, tuvo lugar en República Dominicana la única excepción a este patrón electoral de 20 años con la derrota del presidente Hipólito Mejía frente a Leonel Fernández, quien ya había sido jefe de Estado entre 1996 y 2000. La anomalía dominicana se explica fácilmente por la profunda crisis económica que golpeó a la isla en 2003 debido al colapso del sistema bancario, en medio de uno de los peores escándalos de corrupción que registra la historia del país. El costo de la crisis superó el PIB de la nación y se tradujo en un déficit fiscal de siete mil millones de dólares, una inflación del 55%, una devaluación de la moneda que alcanzó el 300% y el aumento general de la pobreza. De ganar este domingo las elecciones en Brasil, como lo predicen las encuestas, Dilma Rousseff se convertiría entonces en la presidenta número 18 reelegida en Latinoamérica en las dos últimas décadas sin mayores dificultades.
Los anteriores resultados electorales pueden tener dos explicaciones. La primera sería que, salvo Hipólito Mejía, todos los jefes de Estado latinoamericanos que aspiraron a la reelección en el lapso analizado fueron estupendos presidentes y por esta razón el pueblo decidió premiarlos en las urnas. En este escenario ideal, se estaría materializando en forma perfecta la “vertical accountability” o rendición de cuentas electoral, en virtud de la cual los electores recompensan a sus gobernantes por la buena gestión manteniéndolos en el poder. Sin embargo, esta explicación es insatisfactoria. Tendría sentido en casos como la reciente reelección de Evo Morales (pues Bolivia cuenta con el crecimiento más alto de la región, proyectado en 6.5% para 2014, y redujo la pobreza extrema en 18 puntos desde 2005) y la de Juan Manuel Santos, cuyo primer gobierno también tuvo cifras récord en crecimiento, empleo y lucha contra la pobreza. Pero respecto de Hugo Chávez, reelegido tres veces mientras destruía con particular empeño el país (Venezuela tiene “la economía peor manejada del mundo”, según número reciente de The Economist); y Cristina Kirchner, otro ejemplo de desastre económico por mala gestión en un país que hoy se encuentra en cesación de pagos y padece hiperinflación, carece de sentido pensar que el electorado “recompensó” un buen mandato inexistente.
Una segunda explicación más realista del fenómeno reeleccionista es que en América Latina los jefes de Estado, cuando pueden reelegirse consecutivamente, aseguran el triunfo mediante el uso del poder presidencial y los recursos del Estado con fines electorales. En un contexto de presidencialismo exacerbado como el latinoamericano el argumento cobra aún más fuerza. Son demasiados los recursos que moviliza el presidente-candidato como para que cualquier otro candidato pueda derrotarlo: favores burocráticos y contractuales a las élites políticas para amarrar sus caudales electorales; exposición mediática privilegiada; censura y estatalización de medios en el peor de los casos, y en el mejor captura de los favores del conglomerado mediático a través de compensaciones indebidas; manipulación de los indicadores de desempeño estatal con estadísticas de las agencias estatales; uso del asistencialismo y en particular de los programas de transferencia monetaria condicionada como mecanismo de compra pre-pagada del voto; entre muchas otras ventajas. El tema de fondo es que aun cuando el presidente en el poder quisiera equilibrar la competencia electoral no podría hacerlo, pues el mero ejercicio del máximo cargo del Estado durante los años anteriores le otorga una ventaja insalvable. Se trata, en definitiva, de un problema insoluble mediante instrumentos jurídicos como la “ley de garantías electorales”, toda vez que para garantizar una competencia realmente justa habría prácticamente que paralizar la función presidencial.
El corolario de todo lo anterior es que, en el contexto latinoamericano, la autorización de la reelección inmediata en realidad instrumenta una extensión de facto disfrazada del mandato, un verdadero engaño al elector, pues es imposible derrotar al presidente que aspira a permanecer en el poder. Acudiendo a la cláusula lógica ceteris paribus tenemos que, en situaciones de normalidad (bajo las cuales se comparten dos características: régimen político presidencialista y autorización de la reelección consecutiva), el presidente que aspira a reelegirse es invencible electoralmente en América Latina. Sólo en casos extremos, de colapso económico como el dominicano en 2004, la candidatura reeleccionista corre un riesgo significativo de ser derrotada. Por consiguiente, la reelección presidencial inmediata es esencialmente antidemocrática.
Desde una perspectiva meramente procedimental, la democracia implica la “institucionalización de la incertidumbre” sobre quién llegará al poder y el tipo de políticas públicas que implementará. En otras palabras, para que sean realmente democráticas, las elecciones deben ser, además de periódicas y pacíficas, “justas” o realmente “competitivas”. En consecuencia, cuando es posible saber de antemano quién ganará las elecciones, sencillamente no hay democracia. Este es justamente el vicio que institucionaliza la reelección presidencial consecutiva en América Latina, la cual en la práctica equivale a una extensión del mandato.
La buena noticia es que el gobierno de Santos cumplió su generosa promesa de campaña y Colombia hoy está en camino de prohibir la reelección presidencial gracias a la reforma de “reequilibrio de poderes”. El proyecto de acto legislativo es sobrio y tajante al establecer que “no podrá ser elegido Presidente de la República el ciudadano que a cualquier título hubiere ejercido la Presidencia”. En el segundo debate, se agregó que cualquier cambio a esta prohibición deberá hacerse mediante referendo o asamblea constituyente. Sin embargo, este requisito se quedó corto. La Corte Constitucional dispuso en la sentencia C-141 de 2010 que bajo ninguna circunstancia se podría autorizar la reelección por segunda vez, porque implicaría una sustitución constitucional. Bajo el articulado propuesto, el país quedaría inerme frente a cualquier presidente con ínfulas mesiánicas que decida impulsar nuevamente la reelección indefinida a través de referendo, tal como intentó hacerlo Álvaro Uribe en 2010 para acceder a un tercer período. Lo que conviene, sin duda, es reservar la posibilidad de modificación de la cláusula de no reelección únicamente para procesos de asamblea nacional constituyente, es decir, de verdadera refundación del pacto político fundamental.
Para terminar, cabe señalar la proverbial intransigencia del partido de oposición Centro Democrático, el único sector parlamentario que se opone a la prohibición de la reelección porque esta hace parte de su nefasto legado institucional. La bancada uribista conoce mejor que cualquier otra la desventaja electoral que produce la reelección inmediata, pues la padeció en carne propia en las pasadas elecciones presidenciales. A pesar de ello, se resiste a reconocer que es un veneno para la democracia, no sólo porque anula la competencia electoral sino porque desequilibra aún más el régimen en favor del presidente, debido a que le permite capturar los organismos de control mediante su poder nominador (tema del que no me ocupé en esta columna por ser de aceptación pública). El resto del país ya está acostumbrado a la bipolaridad del Centro Democrático, la pregunta es si sus miembros son también conscientes de ella.
*JOSÉ FERNANDO FLÓREZ RUIZ
Abogado, politólogo y docente investigador
@florezjose en Twitter
Para EL TIEMPO