Por Juan Docoudray
Diario Hoy, 22 Enero 1997, Pág. 17
Santo Domingo, D.N.|
Una de las cosas más difíciles durante los años de la dictadura era viajar al exterior. Aparte del engorroso papeleo, de la inscripción en el Partido Dominicano y de los certificados de salud y de buena conducta, lo decisivo era obtener el visto bueno del propio Trujillo.
Ese requisito muchas veces dependía del estado de ánimo del dictador. Independientemente de los informes que rindieran los servicios de inteligencia del régimen.
Yo conozco el caso de un comerciante que solicitó permiso de salida junto a su esposa para unas vacaciones preparadas durante varios años y cuando Trujillo fue enterado de esa solicitud por un asistente, comentó: «¿Pero y qué va a buscar ese hombre al extranjero? ¿Es que no le gusta su país? Y ahí quedó la cosa. Sin mostrar su disgusto el comerciante aceptó callado la arbitraria decisión del «ilustre Jefe” y no sé si alguna vez pudo hacer el viaje que tanto anhelaba.
Si la persona que intentaba viajar era “un desafecto» o tenía parientes en el exilio, muy raras veces lograba su propósito. Esos casos eran muy complicados y solamente se otorgaban los permisos de salida a personas que se encontraban en grave estado de salud.
Más difícil todavía era sacar dinero del país. Si una persona declaraba llevar una suma mayor de la que se estimaba necesaria para el objetivo del viaje, de inmediato comenzaban las averiguaciones y no pocas veces ese hecho fue motivo de que se rescindiera el permiso de viaje que había sido previamente concedido.
Cuando don Juan Rodríguez decidió irse del país a mediados de la década de 1940 a causa de las presiones que Trujillo ejercía sobre sus negocios, uno de los problemas que tuvo que enfrentar fue el de sacar todo el dinero que le fuera posible. En los corrillos del exilio se decía que él había estado sacando dinero poco a poco a través de La Yuquera, una empresa norteamericana que se dedicaba a exportar almidón de yuca con la que don Juan tenía relaciones de negocios. También se comentaba que cuando doña Beba Ramírez -suegra de su hijo José Horacio- pudo salir al exterior, logró llevarle al general Rodríguez (como se le llamaba en el exilio) parte de un dinero que él había dejado guardado aquí.
Desde que el próspero agricultor y ganadero vegano salió del país, lo hizo con el propósito de organizar una expedición para derrocar la dictadura trujillista. Por eso le urgía contar con todo el dinero que pudiera sacar, aunque el grueso de su fortuna (tierra y ganado) fue expropiada después y repartida entre seguidores del régimen. Se dice que el ganado, de gran calidad, en su mayoría fue a parar a manos del propio Trujillo.
Un día del año 1946, una persona de mucha confianza se presentó a la casa del licenciado Antinoe Fiallo Rodríguez, abogado de honestidad intachable y un notorio «desafecto» del gobierno, para pedirle que viajara a Puerto Rico a llevarle un dinero al general Rodríguez. Don Antinoe aceptó le encomienda, pero era obvio que a él no le darían fácilmente el permiso de salida.
Entonces acuerdan «enfermar» a don Antinoe y corren la voz de que padece una dolencia que requiere urgente atención en el extranjero. Médicos amigos certifican que su estado es de sumo cuidado y así logran que las autoridades autoricen su salida.
El viaje se prepara de manera acelerada. El día antes de la fecha en que don Antinoe debía viajar al exterior, su esposa doña Margarita Billini va a recoger el dinero a la farmacia de las hermanas Hernández en la calle El Conde esquina José Reyes. Allí había estado guardado no se sabe cuanto tiempo.
Pero doña Margarita no recibió simplemente el dinero, sino un paquete con una corbata especialmente hecha para guardarlo: cosido al forro de la misma iban 50 mil dólares en billetes de la más alta denominación.
La corbata era muy ancha, precursora de las que se han estado usando recientemente, y estaba firmemente fijada a la camisa con un pisacorbata. Con el saco cerrado, la parte de la corbata que se veía lucía normal.
En medio de los abrazos de sus familiares y de los deseos de que pudiera recuperar la salud perdida, don Antinoe salió tranquilamente por el aeropuerto General Andrews con la corbata más cara del mundo amarrada a su cuello. Con ese dinero y el que ya tenía en su poder don Juan Rodríguez, se compró una parte de las armas que se utilizarían en la frustrada expedición de Cayo Confite.
Si los matones trujillistas descubren en el aeropuerto lo que la corbata llevaba cosido en el forro, la misma se habría convertido en un lazo mortal y don Antinoe nunca hubiera podido contarle esta historia a su hijo José Antinoe, quien me la narró el sábado pasado en la tertulia de la librería «La Trinitaria».
Yo me pregunto ahora: ¿dónde habrá ido a parar la corbata? Si alguien la hubiera guardado, sería hoy una pieza de museo de gran valor histórico para los dominicanos.