Primeros, sí, primeros

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POR CIRO BIANCHI ROSS

Cuba tuvo teléfono automático antes que cualquier otro país del mundo y por aquí empezó la navegación aérea internacional. Fuimos los inventores de la radionovela y era cubano el único campeón mundial de ajedrez nacido fuera del mundo desarrollado, mientras que otro cubano fue campeón mundial de billar en 18 ocasiones consecutivas, y había nacido en Cuba el primer latinoamericano que se alzó con una presea dorada en la Olimpiada. Descubrimos el agente trasmisor de la fiebre amarilla e hicimos antes que nadie operaciones neurológicas de gran complejidad cuando apenas había instrumentos idóneos para hacerlas y el cirujano removía con la lengua los cuerpos extraños alojados en el cerebro del paciente. Inventamos el danzón, el mambo y el chachachá, y fuimos uno de los primeros países del continente en ver TV… Hoy seguimos husmeando en la crónica para, sin chovinismo, seguir reafirmándonos en el lugar que nos corresponde.

Con anestesia

La primera intervención quirúrgica realizada en América con anestesia por éter la llevó a cabo el médico cubano Vicente Antonio de Castro y Bermúdez, el 10 de marzo de 1847. Aunque en ese año se desarrollaron en el continente unas 20 intervenciones valiéndose de ese novedoso método, la primera fue, por unos días de diferencia, la del cubano De Castro y Bermúdez, lo que le confiere la condición de introductor de la anestesia en América.

Vicente Antonio nació en Sancti Spíritus e hizo sus primeros estudios en esa ciudad. Pasó al Seminario de San Carlos y se recibió como Bachiller en Artes en 1824 en la Universidad de La Habana, y en la misma casa de estudios se hizo, en 1927, bachiller en Medicina, y obtuvo dos años después el título de Cirujano Latino ante el Protomedicato. Recibió en 1837 el diploma de Doctor. Fue profesor de la universidad entre 1835 y 1853, miembro de la Academia de Ciencias y fundador o colaborador de importantes publicaciones científicas. Condenado en rebeldía a diez años de prisión por sus ideas a favor de la independencia de la Isla, se vio obligado a escapar a México.

Escribe César García del Pino en su libro Mil criollos del siglo XIX: breve diccionario biográfico (2013) que este prestigioso médico fundó una organización masónica —Gran Oriente de Cuba y las Antillas— netamente cubana e independiente de la masonería oficial que respondía al Gran Oriente de Madrid.

Esa organización creó numerosas logias en todo el país; logias calificadas por la masonería oficial como «clubes jacobinos», que permitieron conspirar con una seguridad desconocida hasta entonces y en las que se incubó la Guerra de los Diez Años.

Hasta el ritual de esta masonería se diferenciaba del de la oficial española y se extinguió con el fin de aquella contienda.

El cemento

Lo apunta Juan de las Cuevas en su libro 500 años de construcciones de Cuba. La primera fábrica de cemento Portland, material emblemático del siglo XX, apareció en fecha muy temprana en Cuba, país que fue el primero en Iberoamérica en producirlo y el número 16 en el mundo.

La fábrica se inauguró el 7 de julio de 1895 en el número 137 (numeración antigua) de la calle Zanja esquina a Hospital, a unos 300 metros de Infanta. Una tarja allí colocada rememora el acontecimiento. Producía 20 toneladas diarias y, con la marca «Cuba», comercializaba su producción en barriles de 130 y 150 kilogramos y en bolsas de 75.

Escribe De las Cuevas: «El edificio era de dos cuerpos de madera y ladrillo: en la planta baja se encontraban las trituradoras, los elevadores y los hornos, y en la alta, el departamento central, donde se realizaba la distribución; contaba con cernidores, secadores, conductores y balanzas, movidos por una máquina de 50 caballos de fuerza, así como cinco almacenes y depósitos: uno para el producto terminado, capaz de almacenar 10 000 barriles (1 500 toneladas) y cuatro para materias primas. Tenía, además, un departamento de tonelería y carpintería. Era propiedad de Ladislao Díaz y su hermano Fernando, naturales de Llanes, Asturias, comerciantes acreditados en La Habana en el giro de maderas y materiales de construcción. La calidad del cemento que producía era similar al actual cemento de albañilería C-160. La planta dejó de producir en 1910».

La gran duquesa

La cubana María Teresa Mestre Batista es, como gran duquesa, la soberana del Ducado de Luxemburgo;  única latinoamericana que pertenece a una casa real europea. La esposa del gran duque Enrique.

María Teresa nació en La Habana. Sus abuelos paternos fueron Agustín Batista González de Mendoza y María Teresa Falla. Agustín era, todavía en 1959, la cabeza más destacada de la banca cubana, propietario, entre otras empresas, del Trust Company de Cuba —con 26 sucursales, 800 empleados y depósitos por 213 millones de pesos; uno de los 500 bancos más importantes del mundo entonces— en tanto que María Teresa era una de las herederas de la Sucesión Falla Gutiérrez, propietaria de 13 centrales azucareros y otros negocios. La hija mayor de este matrimonio, nombrada asimismo María Teresa, contrajo matrimonio con José A. Mestre y Álvarez Tabío, de la directiva del banco de su suegro. La ceremonia nupcial tuvo lugar en el jardín de la residencia de los Batista-Falla, en calle B esquina a 13, en el Vedado, el 18 de diciembre de 1951, y fue un evento que se inscribió  para siempre en la crónica habanera.

De esa unión nació la gran duquesa de Luxemburgo, la primera latinoamericana en acceder a un trono europeo y que, para no variar, se llama también María Teresa.

Embalsamada a perpetuidad

El primer cadáver que se embalsamó en La Habana fue el de la señora Isabel de Herrera y Barrera, esposa del primer marqués de Almendares. El embalsamamiento lo realizó el sabio médico Nicolás J. Gutiérrez, uno de los fundadores de la Academia de Ciencias, quien había comprado el secreto al francés M. Grannal, y que consistía en inyectar al cadáver por la carótida una sustancia que tendía a su conservación.

Cuando esta señora falleció, el 3 de junio del año 1841, su esposo hizo figurar en la lápida de mármol que cubría su fosa, en el cementerio de Espada, esta frase: «Embalsamada a perpetuidad».

Desde entonces se puso de moda embalsamar a los cadáveres y fue después una demostración de opulencia en las familias dolientes.

Romay y la vacuna

Tomás Romay y Chacón es una figura cimera de la medicina cubana. Dotó de una visión científica a su profesión y estableció la primera clínica médica que existió en La Habana. Estuvo entre los fundadores del Papel Periódico y dirigió la Sociedad Económica de Amigos del País. Fue tesorero de la Universidad, donde ejerció además como profesor de Anatomía y decano de su Escuela de Medicina. A él se debe, con el apoyo del obispo Espada, la supresión de la práctica de los enterramientos dentro de las iglesias. Pero ha pasado a la historia sobre todo como el introductor y propagador de la vacuna en Cuba. Representa, dijo Félix Lizaso, la más clara conciencia científica unida al más acendrado desvelo patrio.

Nacido en la capital de la colonia, el 21 de diciembre de 1764, será el médico número 33 que egresa de la Universidad habanera.

La morbimortalidad que cada cierto tiempo causaba la fiebre amarilla se recrudeció a comienzos del siglo XIX con una epidemia de viruela que se extendió por toda Cuba. Conocía Romay la vacuna de Jenner para la prevención de ese mal y había dado a conocer sus opiniones sobre ella. Se trajeron en dos ocasiones virus variolosos a La Habana, pero no será hasta el 12 de febrero de 1804 cuando puede Romay inmunizar contra la viruela con un virus proveniente de Puerto Rico a un grupo de personas.

La gente desconfía del procedimiento. Teme. Romay vacuna entonces, en primer lugar, a sus cinco hijos. Seguirán luego 30 personas más. Será director de la Junta Central de Vacuna de la Isla y socio correspondiente de la Comisión Central de la Vacuna, en París. En 33 años, lo dice él mismo, logra vacunar contra la viruela a más de 210 000 personas en La Habana y unas 311 000 en toda la Isla.

Llega el hielo

En 1771 llega el hielo a Cuba. Lo trajeron desde Veracruz y Boston y le confirieron cualidades medicinales. En 1801, Francisco de Arango y Parreño, el llamado estadista sin Estado y eminencia gris de la sacarocracia criolla, recomienda la importación de hielo al Gobierno colonial. Poco después el gobernador de la Isla aprobaba la iniciativa «como uso medicinal para las enfermedades que se originan de la rarefacción de la sangre».

En 1805 está aquí el norteamericano Federico Tudor, «el rey del hielo», con 240 toneladas de la mercancía. El producto continuaría importándose hasta fines del siglo XIX cuando se estableció la primera fábrica cubana de hielo.

Tomado de Juventud Rebelde – Lunes 04 de noviembre de 2019