El arte de conversar

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Por Graziella Pogolotti 

Terminada la faena cotidiana, antes de acogerse al descanso reparador, los hombres se reunían a conversar. Comentaban los sucesos del día, narraban historias de otros tiempos y otros lugares, algunas veraces, en otras mezclaban realidad y ficción. En ese intercambio se rescataba la memoria del ayer y se alimentaban las alas de la imaginación, fuente de creatividad y de capacidad innovadora al abordar por caminos imprevistos, mediante la formulación de nuevas interrogantes, asuntos pendientes de respuestas por haber recorrido en su abordaje fórmulas rutinarias. Pero, sobre todo, el empleo de la palabra evocadora satisfacía la demanda de espiritualidad, esa otra hambre que, según Onelio Jorge Cardoso, subyace latente en todo ser humano. En la voz del cuentero iba naciendo la literatura desde la época remota en la que todavía no se habían inventado el jeroglífico y el alfabeto que ahora conocemos.

Pasaron siglos. Apareció la radio. Después de escuchar a María Valero en «las páginas sonoras de la novela del aire», para disfrutar de alguna brisa los vecinos sacaban las sillas a la calle. En la atmósfera persistía el aroma denso dejado atrás por el vendedor de mariposas. De una acera a la otra se cruzaba el diálogo. Se comentaban los chismes del barrio y las noticias en torno a la actualidad política del momento. Algunos, asomados a los balcones, observaban la cuadra entera, intervenían en la conversación. A veces, por asociación de ideas, se imponía el recuerdo de acontecimientos del pasado. Mientras tanto, en las esquinas, los muchachos, siempre varones porque las hembras estábamos excluidas, andaban en lo suyo.

El nacimiento de la televisión modificó las costumbres. Cesó el intercambio entre generaciones en torno a la mesa, a la hora de las comidas, cuando había concluido el horario laboral. Los padres y los muchachos que iban creciendo pasaban revista a los incidentes de la jornada. No faltaba la referencia a acontecimientos de mayor envergadura. Si el diálogo languidecía, se evocaban anécdotas de otros tiempos. A retazos, se tejía una memoria común, rescate de la historia y reafirmación identitaria. De repente la pantalla se convirtió en imán hipnótico. Plato en mano, la familia, seducida por la imagen y el sonido, se sentaba alrededor del equipo de reciente invención. En la actualidad, sojuzgados todos por las tentaciones que ofrece el teléfono móvil, la comunicación verbal se atomiza y lo escrito adquiere la concisión de un mensaje telegráfico.

Despojados de respaldo económico y de reconocimiento social, los escritores y artistas se refugiaban en tertulias improvisadas. Podían producirse en la trastienda de una bodega donde se servía alguna comida caliente, en los cafés o en casas de amigos. Mi padre disfrutaba el arte de la conversación. Acogía a visitantes de las más diversas procedencias, pintores, escritores, profesores universitarios y a personas ajenas al ambiente intelectual, dotadas de la capacidad de contar con gracia anécdotas divertidas. Me estaba prohibido intervenir en el diálogo de los adultos, pero podía escuchar en silencio mientras aparentaba andar en lo mío. A veces, los temas de alto vuelo en el terreno de la ciencia o de la filosofía escapaban a mis posibilidades de comprensión. Lo más frecuente, sin embargo, era que los asuntos resultaran más accesibles. Se hablaba de la situación internacional, de la política interna, de la experiencia de vida de cada cual. Recuerdo todavía cuando Alejo Carpentier, instalado ya en Caracas, relataba su aventura en el Orinoco, origen de su novela Los pasos perdidos. Para mí, la resonancia de esas tertulias constituyó una vía informal de aprendizaje. Fue un despertar estimulante a una curiosidad insaciable, abierta a los más anchos horizontes.

En ese ambiente, sin que mediara imposición alguna, casi por ósmosis, se me fueron adentrando el interés por la historia y la presencia viva de José Martí. Estudiábamos en la escuela los Versos SencillosLos zapaticos de rosa y La niña de Guatemala. En ocasión de un cumpleaños, me regalaron un ejemplar de La edad de oro, el compendio de aquella revista efímera, concebida para los niños y niñas de Nuestra América. Disfruté la lectura de sus páginas. Algo más tarde, recibiría un impacto definitivo al descubrir El presidio político en Cuba, denuncia de las penalidades sufridas por el adolescente en las canteras de San Lázaro, hoy Fragua Martiana, compartidas con otros condenados de la Tierra. Pero en la casa era frecuente la visita del artemiseño de origen asturiano Manuel Isidro Méndez, entregado de lleno al estudio de la obra del Maestro. No entendía mucho de su torrente de palabras. El investigador hurgaba en las raíces de un pensamiento filosófico cuya hondura se me escapaba. La fuerza de su pasión me imantaba.

Los caminos del entendimiento pasan por el corazón. En vísperas del aniversario del natalicio del Apóstol, ese patrimonio intangible que nos acompaña, vale la pena insistir en que su legado no puede dispersarse a través de la reiteración recurrente de las mismas frases extraídas del contexto. La voz de Martí tiene que vivir entre nosotros en su integralidad y en su aliento poético. Hoy más que nunca, para vencer obstáculos, para subir las cuestas que hermanan hombres, necesitamos la pasión que devoró los escasos años de su breve y fecunda existencia. (Tomado de Juventud Rebelde – 26 de enero, 2020)