Autor: ONI ACOSTA LLERENA*
La música acompaña al hombre desde que este despertó por primera vez. Lo rodeó con elementos percutivos, soplando un cuerno para llamar a su manada, o intentando cantar a través de su rudimentario aparato fónico y sin lenguaje articulado, como súplica para una buena caza o cosecha. Pero el místico y subjetivo mensaje musical también necesitaba actualizarse a medida que la civilización avanzaba, hasta llegar a convertirse en una poderosa herramienta que, utilizada en cualquier escenario, pudiera tomar partido en la dirección deseada.
En la historia de la música hay sobrados ejemplos en cuanto a su carácter meramente descriptivo: el poema sinfónico, la música programática o la ópera son algunos géneros que, con excelentes exponentes en lo autoral, han ido perfeccionando o traduciendo, con percepciones bien guiadas, el gusto –o rechazo– hacia una tendencia determinada, manifestando estados de ánimo o sensaciones de idolatría o aversión a un asunto, personaje o tribulación. De ahí el carácter telúrico y magnificente del conocido Réquiem, de W. A. Mozart, que la historia recoge como el tributo final a su padre Leopold, o la majestuosidad de Las Cuatro Estaciones, de A. Vivaldi, quizás la mejor traducción musical de los elementos que conforman la vida del planeta, por citar dos conocidísimos ejemplos.
La industria del cine, inclusive antes de su etapa sonora, ya utilizaba a músicos en vivo para «amenizar» sus proyecciones, y, hasta hoy, todas las demás plataformas de información o entretenimiento tienen un gran componente musical incluido. Pero, ¿puede hablarse de un lenguaje clasista, demagógico y manipulador en su uso? Sí, y esto nos permite concluir que, también antagónicamente, puede hablarse de un lenguaje inclusivo, pacifista y libertario. A este camino habría que agregarle que no está directamente asociado –la mayoría de las veces– con los principales canales de información y distribución musicales, ya sean la propia discografía o la industria del ocio. Por ejemplo, un artista como John Lennon, abierto crítico a la carrera belicista norteamericana, fue asesinado por un fan, aunque, según diversas teorías desafortunadamente no probadas pero sí creíbles desde la lógica, el motivo real fue para silenciar su mensaje incómodo a las grandes élites de poder. No es casualidad que otros músicos que militaban en partidos de izquierda fueran perseguidos, censurados o silenciados durante cruentas dictaduras, como el chileno Víctor Jara, torturado y asesinado a pocos días del sanguinario golpe de 1973, sumado a los exilios de Alberto Cortez, Mercedes Sosa, Facundo Cabral y otros grandes de nuestro continente.
En los 80 destacó en Latinoamérica una canción del panameño Rubén Blades, titulada Desaparecidos, pero antes había compuesto Tiburón. En ambas, trató de marcar una posición desde un compromiso social, lo cual terminó siendo solo eso: un mensaje sin consecuencias reales y una distribución limitada. Eso no se debió a falta de talento (existen muchas más canciones similares) de artistas latinoamericanos o internacionales, sino a negativas y chantajes de diversas discográficas que, imbuidas por directrices de controlar y perpetuar un pensamiento único hegemonizante, acallan toda voz divergente; llegando inclusive a emplear técnicas de ridiculización y humillación hacia ellos, como la quema de discos, boicots a sus conciertos o cancelaciones de giras, típico de extorsiones mafiosas. Otros artistas como Luis Eduardo Aute, Ismael Serrano o Chico Buarque, han sido excluidos de los grandes circuitos de grabación y distribución (que está en manos de poquísimas transnacionales de EE.UU.) por no arriar banderas a favor de dádivas ni cambiar de bando, aun cuando ello signifique el gran silencio mediático a sus canciones.
- Tomado del Periódico Granma.cu – 15 de abril, 2020