Por Santiago Ventura – Médico-pediatra
Inmersos en el estado de sitio mundial que persigue neutralizar los efectos nocivos de la pandemia de Covid-19, debemos entender a ilustres literatos que en diferentes épocas evaluaron el espanto psico-social de crisis sanitarias semejantes, para conseguir sus argumentos y producir algunas de sus obras estelares. La peste, enfermedad bacteriana producida por el bacilo de Yersin, transmitida por las pulgas de las ratas. Cuando no se conocía su etiología aterrorizó a la humanidad y obviamente se convirtió en fuente de inspiración de notables obras como: El Decamerón de Giovanni Boccaccio, Diario del año de la peste de Daniel Defoe, La peste de Albert Camus y la Máscara de la muerte roja de Edgar Allan Poe.
En Florencia, Italia, durante la epidemia de peste de 1348 fallecieron tres de cada cinco habitantes. El Decamerón de Boccaccio, recrea una especie de “cuarentena voluntaria” de diez ciudadanos que huyeron de la contaminada Florencia y se instalaron por quince días en un camino a dos leguas de la ciudad, para pasar la tempestad epidémica narrando cuentos. Al Decidir el retorno recordaban se alejaron buscando preservar sus vidas: […] evitando el espectáculo de las miserias, de las angustias y de los horrores de que nuestra ciudad es teatro desde el comienzo de esta peste perniciosa›.
Daniel Defoe en su angustiante Diario del año de la peste, nos presenta el relato novelado de la horrible epidemia en Londres para 1665. Al sintetizar el terror que provocaba la patología, anotó que su hermano: […] había oído decir en el extranjero, que la mejor manera de prepararse contra la peste era huir de ella›. Describía como se producía el enclaustramiento compulsivo de los afectados, colocando vigilantes en cada una de las puertas de sus casas para evitar salieran a las calles. Esperamos que aquí no sea necesario ese procedimiento de cuatro siglos atrás.
Edgar Allan Poe en 1842 publicó su cuento La máscara de la muerte roja, en este el príncipe Próspero se encierra en su castillo con un exquisito grupo aristocrático para tratar de evadir la peste roja, que finalmente los liquidó a todos.
Albert Camus en 1947 publicó su célebre novela La peste, inicia con el portero de un edificio muy enojado porque creía que un bromista le había colocado exprofeso tres ratas muertas en un pasillo, ignorando se trataba de integrantes del ejército patógeno responsable de expandir la patología, que también resultan víctimas de la pulga transmisora de la enfermedad. Luego se anunciaba que 6,231 ratas fueron recogidas muertas y quemadas en setenta y dos horas. Camus pasaba a describir los múltiples sinsabores de la epidemia, el doctor Rieux protagonista, persistió en su labor incansable atendiendo a los enfermos, recibiendo la desagradable noticia de la muerte de su esposa también contagiada. Camus apuntó que para Rieux: ‹Su oficio continuaba: no hay vacaciones para los enfermos›. Cada vez que leo ese pasaje evocó al maestro de la pediatría Teófilo Gautier, que descartaba otorgarnos a los residentes días libres en las Navidades alegando con toda razón que los ‹pacientes llegan todos los días›.
El inmenso Gabriel García Márquez no conoció las despiadadas epidemias de cólera en su auge devastador, porque ya se advertía su transmisión a través del agua. Con su talento extraordinario las estudió y nos gratificó con la muy exquisita novela: El amor en los tiempos del cólera. Aprovechando el pánico que irradiaba la enfermedad, para explicar los perennes anhelos y el triunfo del anciano Florentino Ariza al lograr cincuenta años después el amor de Fermina Daza. Sin querer interrumpir aquellos momentos sublimes de luna de miel durante una travesía marítima, Florentino Ariza ordenaba al capitán de su barco que izara la bandera amarilla del cólera para que nadie los molestara navegando ‹toda la vida›, aprovechando la “inmunidad” que provocaba el temor social a la bandera amarilla del cólera.
Estas portentosas obras literarias fueron forjadas asimilando la tormentosa realidad epidémica mundial.
Nuestra tierra no ha estado ausente de graves epidemias, desde que los españoles introdujeron la primera conocida en América, la de viruelas en 1517. Ha sido largo el andar. Tres siglos después cuando ellos promovieron la maravillosa expedición del doctor Balmis, que partió en 1803 para traer la vacuna a América, de modo paradójico el único lugar donde no la introdujeron fue en esta antigua colonia, porque previamente la habían regalado en los acuerdos de Basilea a los franceses, aunque estaba poblada entre otros por muchos ciudadanos españoles y sus descendientes.
Veamos brevemente algunas de las múltiples epidemias que nos han afectado, por ejemplo la última de cólera del siglo XIX ocurrió en enero de 1868. La Capital estaba cercada por las turbamultas armadas de Buenaventura Báez y gobernaba José María Cabral y Luna, se produjo un descuido y se permitió la entrada al puerto de una goleta con pasajeros infectados y el cólera sencillamente arrasó. Como la ciudad estaba sitiada esto de modo espontáneo sirvió de cordón sanitario e impidió se propagara al interior. Las armas contribuyeron a la terapéutica.
En la primera intervención norteamericana, para 1918 llegó al país la pandemia de la gripe española (influenza) que desató una alta mortalidad. En la Capital se hizo famosa una lóbrega carretilla, un ataúd de color negro con ruedas, que la población bautizó con el enigmático nombre de “La Negrita”. Todas las mañanas “La Negrita” realizaba un recorrido fúnebre, recogiendo las nuevas bajas por los barrios. Se comentó el poeta Apolinar Perdomo, víctima de la epidemia fue sepultado vivo.
Durante la infausta “Era de Trujillo” se presentaron múltiples epidemias, pero adrede eran ocultadas como la de difteria que afectó hasta a Ramfis Trujillo en 1937. Nunca se ha podido averiguar ni siquiera el verdadero número aproximado de víctimas. Son de las estadísticas que se tragó la censura de la tiranía.
La epidemia de polio en 1951 fue silenciada, y en 1960 Trujillo ordenaba recolectar fondos para “ayudar” a los niños enfermos de polio en Venezuela, presidida entonces por su archí-enemigo Rómulo Betancourt, mientras pretendía ocultar que el hospital Moscoso Puello que estaba sin inaugurar, fue necesario habilitarlo rápidamente para atender los niños afectados de otra epidemia de polio que dejó un alto espiral de víctimas. Ante la grave situación se vio compelido a ceder y permitir que se usara el hospital antes de inaugurar. La realidad lo obligó a desprenderse del afán de estrenar obras, característica del exaltado ego de algunos mandatarios alegando que las hicieron ellos, cuando en realidad son necesidades que se construyen con los recursos que aporta el propio pueblo.
En la actualidad se conocen los parámetros para prevenir y manejar las epidemias, diferente a épocas pretéritas no estamos tan indefensos como nuestros antepasados. Sí tenemos resultados harto aciagos como nos recuerdan las obras antes mencionadas, es por desidia y esta solo es atribuible a quienes deben disponer los recursos necesarios y dictar las medidas políticas y epidemiológicas correctas. El pronóstico es desolador, una jerarquía suprema encerrada con una posición estratégica, que se ha evidenciado no viable para arrinconar al enemigo común Covid-19. Con ciertos funcionarios que deducen que cualquier comentario adverso es una competencia partidaria y a ellos no se les puede tumbar el pulso.
Como las demás, tarde o temprano la tormenta Covid-19 pasará y se albergará en el lugar que le corresponde: las páginas de la historia. Pero el compromiso de todos es que este impertinente embajador de la muerte se retire cuanto antes y con la menor carga luctuosa posible.