“Ajuste de cuenta”, un cuento de Francisco Ortega Polanco

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Autorretrato de Francisco Ortega Polanco

POR FRANCISCO ORTEGA POLANCO

Entré en la parte trasera del carro, el hombre se ajustó la gorra de béisbol y arrancó la marcha.

Las canas del tipo resaltaban bajo la luz del farol, igual que los cuadros de su camisa. De la canción de Daniel Santos, sólo recuerdo que alguien no había visto a Linda.

La melodía me acomodó en la corcha espuma del asiento y dormité por unos segundos o minutos o quizás una hora. ¡Qué chulo el jueguito ése de Las cortinas del palacio! Soñé que volvía a jugar con mis hermanos, me deleitaba mirando el gato de abuela Cándida revolcarse entre las dalias de diferentes colores, persiguiendo un ratoncito y al sugerirse el aguacero, correr hacia el cobertizo del viejo almacén. El relámpago y después la tronada, y la niña meterse debajo de la mesa. “Lolita, que es un trueno. No pasa nada”, me dice mamá, mientras que abriga.

Es el frenazo que me despierta, el tipo me pone en el filo de un barrunto tormentoso. En las frondas, se fragmenta la luz de otros faroles, me restriego los ojos, miro el reloj, luego el entorno. El diente de oro del tipo atrapa un chispazo de la luna. Está parado en la puerta del vehículo, como una estatua. En la diestra, tiene un puñal. Me aferro a la medallita de la Virgen de la Altagracia, sin que a él le importe. Él entra en el vehículo. El metal del cuchillo me enfría el cuello, quiero gritar como cuando alumbré a mi hijo Jacintico, pero el pánico me arrebata el grito y la voz y la fuerza.

De no ser por Jacintico hubiera luchado a muerte con el hijo de puta, para que el tipo me arranque el alma antes que mi libertad de regalárselo a quien me dé mi gana, pero el que tiene un hijo, pequeñito, sin un papá a su lado, ni siquiera ese lujo puede darse. El sacia su libido con desparpajo, sin pedir ninguna cooperación, sin que mis ojos mirasen los suyos, sin que mis manos ni mis uñas arañaran su espalda, sin que mis gemidos acaricien los pabellones de sus orejas, sin decir palabra.

Entonces, se deja caer sobre la corcha espuma, rendido, confiado. El puñal refracta otra vez la luz del farol o la de la luna o ambas luces; está a mi lado, entre el tipo y yo, invitante, como un panfleto por la reivindicación, tendiéndome su puño y su filo, para que la justicia por lo menos en un momento de la tierra tuviera un orgasmo. ¿Cuál impulso motiva a este desconocido a embestir a una mujer sola, invisible, frágil, pobre, que aborda un carro público para volver a su casa, después de una jornada en la fábrica? ¿No le frena la humanidad, ni los escrúpulos, ni la posibilidad de que a esa dama la espere un niño despierto y hambriento llamado Jacintico?

Contrario como lo hizo él, lo penetro con placer, exigiendo sus gemidos, su voz, su goce, sus movimientos, coño. Una y otra vez, con mi falo artificial, el que él mismo me proveyó. Penetro su carne, mientras la sangre lo empapa, los ojos le saltan y yo me levanto, en nombre de todas las mujeres ultrajadas, como la imagen de Eugene Delacroix, junto a un cuerpo inerme, ahora misteriosamente húmeda, con un extraño placer en mis nervios no experimentado jamás, completamente satisfecha.

De la hoja de vida
 

Ortega nació en Salcedo, en el 1969. Abogado y escritor, con más de 25 años de carrera judicial. Ha publicado varias obras jurídicas y literarias y uno de sus cuentos resultó premiado en el 2010 en el concurso internacional de Casa de Teatro. Ejerció el periodismo en los diarios El Caribe y Hoy a partir del 1989, hasta ingresar a la judicatura.