Leandro Díaz, El Homero del «Vallenato»

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Hubo un tiempo en que nuestros antepasados se rindieron en actitud de admiración, respeto y con cierto temor sagrado (timor sacer) ante el artista, en especial del ciego, capaz de hacer música, ejecutar instrumentos, tallar, adivinar y hacer y recitar versos de carácter épico o lírico.
Hubo un tiempo en que nuestros antepasados se rindieron en actitud de admiración, respeto y con cierto temor sagrado (timor sacer) ante el artista, en especial del ciego, capaz de hacer música, ejecutar instrumentos, tallar, adivinar y hacer y recitar versos de carácter épico o lírico.

Por Álvaro Morales Aguilar

COLOMBIA.- Aquellas personas y creadores de pupilas desoladas eran pensadas como seres extraordinarios, sobrenaturales, asistidos por privilegios y virtudes nada comunes, destacándose, por ejemplo, en el arte adivinatorio y profético el famoso Tiresias, el tebano, cuya ceguera, según una de las leyendas al respecto, se debió a una represalia de la diosa Atenea por haberla contemplado desnuda cuando se bañaba, cubriéndole con las manos los ojos que se le quedaron mudos de luz, pero otorgándole en cambio el privilegio de la profecía, así como Zeus le concedió el de la adivinación, la vez en que, según otro relato acerca de su ceguera, otra diosa, Hera, le apagó los ojos al afirmar ante Zeus que durante el acto carnal la mujer gozaba más que el varón.

Y desde este mismo ángulo, el poeta Homero (vocablo que en griego significa, precisamente, ciego) representa, como lo anota el conocido historiador del arte, Arnold Hauser, en su Historia del arte y la literatura (Editorial Guadarrama, Madrid, 1969), la reminiscencia ancestral del poeta como vate, es decir, como un ser inspirado por los dioses, iluminado, para ver interiormente, con potente luz, lo que era incapaz de contemplar con el cristal de su mirada.

Homero y Leandro, poetas populares

Así, pues, vate excelso es Homero en cuanto encarnación mítica de la memoria antigua, interpretación desde la cual resulta más real que si lo pensamos como un magnífico poeta de carne y hueso, cantador de las gestas de la aristocracia guerrera de la Grecia primigenia que vivía del pillaje y de la entrada a saco en los pueblos opulentos como Troya, y que justificaba el atropello usando los más sofisticados pretextos como el del rapto de una mujer, así como los cruzados cristianos asaltaron el rico imperio bizantino con la argucia de ir a rescatar el tal Santo Sepulcro en manos de los llamados gentiles.

En la línea de explicación esbozada aquí, podemos decir que no sólo Grecia ha tenido y tiene su Homero, sino que todas las sociedades cuentan con artistas ciegos, con Homeros criollos como el que podemos mostrar ostentosamente en Colombia y que se llama (no que se llamaba, porque hay que nombrarlo como si estuviera vivo, porque lo está, y porque es así como es necesario invocar a los seres queridos ausentes) nada menos que Leandro José Díaz Duarte, eximio poeta popular, vate lírico-romántico de raigambre campesina, nacido el 20 de febrero de 1928, en Hatonuevo,

La Guajira, invencionero de más de doscientas hermosas letras y melodías, por lo sencillas, y de alto valor estético y semántico, precisamente por lo mismo, que son una feroz azotaina a la cursilería y a la decadencia del “bastardenato” (“vallenato” bastardo) actual, en manos de una irrespetuosa “nueva ola” de coca-colos del acordeón, traidores, por el envileciente afán del lucro y las consecuencias nefastas del facilismo, de la banalización y superficialidad de los sentimientos, de la esencia de esta expresión musical del Caribe colombiano que tiempos ha implicó el rescate de nuestra identidad perdida, tanto en sus contenidos textuales como en los elementos formales de tipo melódico, y que se encaramó, gracias a la indiscutible calidad de aquellos compositores e intérpretes de fama, ya desaparecidos para desgracia del género y de sus fans de esa insuperable vieja guardia, sobre el gusto musical de casi todo los países del territorio colombiano.

Muchos de quienes hemos escuchado y degustado las maravillantes poesías que son los “paseos” y “merengues” del poeta Leandro Díaz, cantadas por varios intérpretes, entre los cuales se destacan, primero que todos, Alberto Fernández, a quien yo llamo el “turpial de Atánquez, la clásica voz del “vallenato” y de la música de los mejores compositores del llamado Magdalena Grande (La Guajira, El Cesar y El Magdalena y hasta de El Atlántico, las Sabanas de Bolívar y de la región pacífica), y de los que vivieron después: Alejandro Durán, el juglar color de embestida de toro, con su irrepetible, prototípica, emblemática e insular voz y acordeón, Alfonso-Poncho Zuleta Díaz, Jorge Oñate, Alfredo Gutiérrez y su hijo Ivo Díaz, nos sentimos transidos del mismo sobresalto, del mismo “temor sagrado” al apercibirnos, en la grandiosa interpretación sosegada y adecuada de Alejo Durán (así como la de Alicia adorada, de Juancho Polo) de ese entrañable poema-lamento que se llama Verano, de la dura condición de nuestros campesinos abandonados a los caprichos de una naturaleza inclemente pero a su vez martirizada por su mismo rigor, sin socorro de los gobiernos y sin posibilidades de redención económica ni social.

Al trasladarnos a ese paisaje, imaginado poéticamente con “versos chiquiticos y bajiticos de melodía”, como si fueran de su amigazo Emiliano Zuleta Baquero, cálido, lleno de luz y de tibieza “primaveral”, por el que pasea oronda y engreída esa embrujante morena montaraz mentada Matilde Helina, por quien hasta “sonríe la sabana”, incapaz de sustraerse a su elemental hechizo de náyade bucólica, y cuando nos hace convivir con él en el ensueño de su amable y acogedor hogar caribeño, pequeño y elemental castillete feudal en el que reina soberana su Diosa Coronada, mandando la parada con el imperio de su caderaje sensual y orgulloso.

En los instantes en que nuestra sensibilidad, al escuchar el hondo y conmovedor testimonio que es su obra Soy, se asoma al nítido cristal del espejo donde se refleja su vida entera de ser humano acosado por padecimientos físicos, culturales, económicos y sociales como hombre vulnerable a la enfermedad y al analfabetismo, y como artista y trabajador victimado por la rapiña de los dueños de la riqueza y el poder, lo mismo que su esperanza en un mundo más digno y justo.

Y en el preciso momento en que nos deja comprobar que una canción como La trampa (o Los tocaimeros) (homónima de otra de Alejo Durán, obviamente con temática distinta), es una especie de receptáculo sin fondo y sin orillas en donde cabe el universo y sobra cupo todavía para un resto de amigos como puede constatarse en lo que sigue:

“Señores, les vengo a contar/ la gente que vive en Tocaimo,/ a todos los voy a enalazar / en este merengue cantando: “Viven Ramona y Laureano, / Chema González con Reyes / y vive Rosa con Carlos, / Víctor y Clara Mercedes/; “Toño Molina y Vicenta,/Miguel Araújo y don Beba, / Priscila está con Esteban, / Julio Zuleta y Pubenza;/ “Está Clodomiro con Rosa / viviendo tranquilo en Tocaimo;/ de Leandro es que son estas cosas, /viven Ana Dolores y Bolaños, / “Ahora seguirá María Antonia / viviendo con Cuadros tranquila;/ están Sigifredo y la mona / y Franco Cuadros con Hilda./ “Están Carmencita y Manuel/ y vive Nena con Nieves,/ viven Camilo Gutiérrez/ y Ángel González también”. “De paso llegué (d) onde Teotiste/ cuando salí parrandeando. /Si vez a Pedro Julio le dices/ que Leandro lo anda buscando./”La lengua de Leandro en la noche, /canta alegrías con la gracia; / Juanita Baquero con López,/ la vieja Ana Engracia en su casa.”Está la familia de Abel,/ está Saturnino y la Nina/ Dámaso Guerra en la de´l, / Francisco Ferreira en la lidia./ “Antes del amanecer/ yo canto con buena fortuna,/ Francisco y Miguel están a una,/ aún están Franco y Miguel./ “Paso la vida en la Sierra/ cantando con buena fortuna,/ vive en Tocaimo una viuda/ que Leandro se muere por ella”.

Y cuando nos percatamos, con gran sorpresa, que en su composición musical Dios no me deja se halla el inconsciente sedimento ancestral del vate privilegiado de los dioses, porque a falta de sus ojos sin alumbramiento en el rostro posee los del alma, constituyéndose igualmente esta canción en uno de los tantos manifiestos explícitos de su tristeza y angustia, otra de las cuales es A mi no me consuela nadie, en la hermosa voz de Alberto Fernández, a la vez que en uno inequívoco de optimismo, pues el poetazo Leandro José Díaz Duarte, tiene, para consolarse de la tragedia, a la vez que de la ventura homérica de su ceguera, el talento, el canto y la fe:

“Yo nací una mañana cualquiera / allá por mi tierra / día de carnaval./ Pero yo ya venía con la estrella / de componer y cantarle a mi mal./ “Y cuando quiero flaquear, / siento que Dios no me deja. / Luego me pongo a cantar, / le doy alivio a mis penas./ He sufrido mucho en esta vida, / diría que es mentira / si yo no cantara;/ si la pena matara enseguida / ya de este hombre nadie recordara.”Es para mí una jornada, / alto, divino Señor, /eso que nace del alma: arte, respeto y amor. /”Él sabía que si me abandonaba/ ninguno cantara como canto yo. He sabido ganar la batalla, /no hay que negar la existencia de Dios,/ que si la vista me negó/ para que yo no mirara/ en recompensa me dio los ojos bellos del alma”.