La cibernética como acelerador de la historia

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Por Angel Garrido

Un amigo consecuente pasó por Berlín a poco de derribado el muro que el nombre de aquella ciudad llevaba. Sabedor mi amigo de mi claustrofobia ideológica, me compró de recuerdo un pequeño segmento del muro engastado en un estuchito plástico transparente. Mi buen amigo lo hizo por lo que acabo de decir. Siempre le he agradecido la gentileza de que en medio de la algazara sin término de aquel muro recién derribado apartara un momento para comprarme el souvenir que menciono. Sin embargo, el gesto amable y fraternal de mi amigo empezó a surtir un efecto contrario al que se hubiera podido haber previsto: Aquel día empezó a crecer en mí mi agorafobia ideológica por la unipolaridad que nacía.

Treinta y seis años había durado hasta entonces la guerra fría bipolar EEUU-URSS surgida al término de la segunda guerra mundial. Sólo 26 años más había de durar la unipolaridad estadounidense terminada el día arriba nunca indicado. No se ha caído un muro físico, es cierto; pero se ha caído un muro intangible, y para más inri se le ha dado inicio a la construcción de los dos tercios que restan para concluir el muro iniciado en 1994 bajo la égida del presidente Bill Clinton.

Pero bueno, de qué gramática parda sería que me auxilio a veces en términos aritméticos: En realidad, el Muro de Berlín fue derribado en noviembre de 1989, y estamos a febrero de 2017. Cuando nos coja noviembre de este año se contarán 28 de la caída del muro. He restado de manera deliberada los dos años de marras porque no creo que la unipolaridad post-Muro de Berlín desapareciera de golpe la semana pasada en el llamado despacho oval de la Casa Blanca al ritmo de los trazos gruesos y horizontales de la firma a prueba de plagios del nuevo presidente de EEUU, ni que dicha desaparición materializara justo en el momento en que él firmaba el decreto que ordena la construcción de los dos tercios restantes del muro que ya sin duda, termínese de construir o no, pasará a la historia como El Muro de Trump que México no pagó: “El que invita paga”, dicen los bebedores de tragos.

La longitud del muro de Berlín cabría 20 veces dentro de la del Muro de Trump que México jamás pagaría hasta tanto los estadounidenses no empiecen a horadar túneles para escapar hacia México: “Paga quien puede”, podría decirse en paridad de criterios.

Antier mismo le formulaba yo a un amigo una pregunta cuyo carácter retórico bien podría ahorrarnos los signos interrogativos: Para qué querría Trump al mundo entero en su contra en el breve lapso de dos semanas de gestión gubernativa.

Lo querría, ha de presumirse, para empezar a trabajar en su verdadero objetivo de clase: distanciar al mundo del peligroso holocausto final que Ronald Reagan definió en el Kremlin como la guerra que nadie podría ganar.

Se pudo haber aprovechado la casi milagrosa desintegración por medios pacíficos de la otrora poderosa Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas para haber avanzado hasta niveles óptimos la desnuclearización del mundo. No se hizo. EEUU estaba tan contento con su unipolaridad bajada del cielo que no hubo más remedio que esperar hasta que se la comiera ripiada a ritmo de merengue dominicano: ¿Te gusta?: cómetela ripia. Y ha sucedido en consecuencia que el ingente costo militar de la unipolaridad del mundo ha devenido incosteable para unos Estados Unidos habitados por apenas el 5% de la población total del planeta Tierra: “Súfrase quien penas tiene, que tiempo tras tiempo viene”.

La ya por sus resultados muy triste primavera arábiga y las imperdonables guerras del Golfo Pérsico han dejado a Europa invadida por magrebíes y otros musulmanes del Oriente Medio que el viejo continente no puede acomodar dentro de los niveles aceptables en el primer mundo europeo. Por eso la coima que recibe hoy el presidente turco Recep Tayyip Erdogan para cerrar el camino de sirga entre Siria y Europa. Mala cosa. Sobre todo si se toma en cuenta que los crueles bombardeos que a sus países de origen han descuartizado decolaron a menudo con menos ley que el chivo de aeropuertos militares europeos. La OTAN sirvió pues para que sus miembros del Viejo Mundo cavaran su propia tumba. El presidente Trump, ni largo ni listo, proclama hoy su obsolescencia y se resiente de que su país sufrague el 75% de los gastos militares de una organización que si bien antecedió en más de un lustro al Pacto de Varsovia, se suponía contrapeso de éste desde antes que naciera; y que además ha logrado sobrevivirle en 26 años.

Dicho en lenguaje más llano: sin OTAN Europa se habría ahorrado los ingentes problemas migratorios que hoy la agobian; y EEUU, de su parte, se habría ahorrado los enormes gastos que ha comportado la existencia de la OTAN a lo largo de los 26 años transcurridos entre la desintegración del Pacto de Varsovia en 1991 y la cabal comprensión por parte de la clase gobernante estadounidense de que el ingente costo militar de la unipolaridad no sólo azuzaba conflictos que nadie podría subsanar, sino que además había devenido insostenible desde el punto de vista económico.

A un empresario exitoso como el presidente Trump, nadie podría meterle en la cabeza que invertir para perder a lo largo de más de cinco lustros es un buen negocio. Por eso él, sin ser político, ha sido elegido para poner por obra tan descomunal tarea política. El análisis sensato de la actualidad, inclinaría al analista a pensar que por eso resultó escogido para la transición entre la uni- y la poli- polaridad del mundo. Al expresidente Barack Obama, que nunca será lanzado al cesto de los peores gobernantes estadounidenses de la historia, le tocó sin embargo en el guión de la transición hacer el papel del malo. Y lo jugó con hidalguía. Y acusó a Rusia de haber elegido a Trump. En el fondo de su alma, Obama sabe que Rusia, aunque se alegre de ello, no fue quien lo eligió.

A fuerza de haber tomado en sus primeras dos semanas de mandato todas las medidas impopulares que su peor enemigo pudo haberle aconsejado, Trump ha ganado en la caverna armamentista de su país aval bastante para ocuparse de las cosas impostergables que esperan por él en Europa y en Asia, que son junto a Norteamérica los continentes atómicos del Planeta, que no África, ni Latinoamérica ni Oceanía. Por eso le acusan a Trump de haber sido tosco y desaprensivo en su trato con Enrique Peña Nieto y con el primer ministro australiano Malcolm Turnbull. Qué pena que esto último no sea una calumnia de sus detractores, porque en apenas dos semanas Donald Trump se ha convertido en un presidente al que las calumnias honran más que nunca lo honraran las verdades de lo que ha tenido que hacer antes de cruzar en viaje de Estado el Atlántico.

Es una situación difícil en grado sumo la que espera al presidente estadounidense en los próximos meses. EEUU jamás cederían terreno en la forma casi milagrosa en que lo cedió la URSS en 1991. No podría aunque quisiera. La URSS no tenía en manos privadas su complejo militar industrial. O Trump aprovecha para sembrar en Eurasia la paz cada minuto del incontrovertible aval que en el conservadurismo de su país le conceden dos semanas de desaciertos totales, o a la humanidad le esperan momentos de espanto antes que concluya el cuarto lustro del siglo, lustro que se inició en enero del año pasado.

Ayer mismo, en la capital maltés La Valeta, los 28 miembros de la Unión Europea se miraban atónitos entre sí sin saber qué sería lo que quiere Trump. Llegado el anochecer The Washington Post publicaba una foto triste en que la premier británica Theresa May desde lo más recóndito del espanto trataba de sonreírle al desamparo inquietante del primer ministro luxemburgués Xavier Bettel. En la capital maltés, cuyo casco antiguo es alguito menor que el casco constitucionalista dominicano del año ’65, los gobernantes europeos reflejaban con retraso una angustia valedera que debieron haber reflejado antes de haber contribuido al descojonamiento del Magreb y del Oriente Medio: “Es importante que ninguno de nosotros coquetee por su cuenta con EEUU a despecho de los demás”, ha pedido el presidente francés François Hollande, amiguito él de despachar los cazas de su fuerza aérea a bombardear por ahí a países pequeños y pobres del tercer mundo.

Como el portentoso desarrollo de la moderna cibernética ha hecho del mundo el pañuelo que en términos amorosos veían antes los románticos de armas tomar, y dado que el impulso imparable de la nanotecnología acelera sin cesar el curso de la historia, las expectativas de vida de cualquier lector paciente del presente artículo le auguran la posibilidad de que en pocos años un amigo bueno le obsequie un pedacito del Muro de Trump que México nunca pagó engastado en un estuchito plástico. Si sucediera dentro de muy pocos años, sírvanse agradecérselo a la cibernética como acelerador de la historia.