Por Roberto Veras.-
Leer el libro “El infortunio de un niño virtuoso” de Rafael Antonio Gómez García un abogado y amigo de infancia, me inspiró a escribir mi primer cuentos, esta fue una manera excelente de desarrollar mis habilidades creativas y explorar el mundo de la escritura narrada.
Una vez, sucedió en el Ensanche Ozama un sector del hoy municipio Santo Domingo Este, en la hermosa ciudad del Gran Santo Domingo, una profesora llamada Doña Lidia, que daba clase de ortografía en la Escuela Panamá.
Doña Lidia era una mujer mayor, pero llena de energía y pasión por la enseñanza de la ortografía. Durante muchos años, dedicó su vida a corregir los errores ortográficos de sus alumnos y a promover el amor por las palabras bien escritas.
Doña Lidia vivía en una pequeña casa cerca de la escuela Panamá, donde enseñaba, hoy convertida en un dealer de vehículos. Visitada siempre por estudiante buscando el pan de la enseñanza su hogar estaba lleno de libros y papeles, con estanterías repletas de diccionarios y gramáticas. Cada mañana, se levantaba temprano, se ponía su bata de maestra y se dirigía a la escuela con entusiasmo.
En su clase, Doña Lidia tenía un grupo de estudiantes muy divertidos y curiosos, incluido yo. Aunque algunos de los compañeros de clase encontraban la ortografía aburrida, ella se esforzaba por hacer que las lecciones fueran interesantes y entretenidas. Utilizaba juegos, canciones y actividades interactivas para enseñar las reglas y excepciones del idioma.
Un día, Doña Lidia decidió organizar un concurso de ortografía en el Ensanche Ozama. Quería motivar a todos los vecinos a mejorar su escritura y demostrar que la ortografía podía ser divertida. Colocó carteles por todo el entorno de la escuela anunciando el evento y pronto se corrió la voz.
El día del concurso, el parque de la Av. Venezuela estaba llena de gente emocionada. Había niños, adultos y hasta personas mayores ansiosas por demostrar sus habilidades ortográficas. Doña Lidia se sentó en una silla en el escenario y comenzó a dictar las palabras a los participantes.
Uno tras otro, los concursantes deletreaban las palabras y las escribían en sus papeles con concentración. Algunos se equivocaban, pero otros acertaban sin problemas. El público alentaba a cada participante y aplaudía cuando deletreaban correctamente.
El concurso duró varias rondas, y finalmente, solo quedaron dos finalistas: Roberto quien suscribe, un niño de 10 años, y Rosa, una señora de edad avanzada que había decidido mejorar su ortografía después de jubilarse. Los dos competidores estábamos nerviosos pero determinados a ganar.
Doña Lidia nos dio una palabra final para deletrear: «pensión«. Yo tomé su lápiz y papel con seguridad, mientras que Rosa se concentró profundamente en la palabra. Ambos escribimos rápidamente y esperamos a que Doña Lidia revisara las respuestas.
Después de un momento de suspenso, Doña Lidia anunció el resultado. ¡Ambos habíamos escrito correctamente la palabra! Fue un empate. Doña Lidia decidió otorgarnos a ambos el primer lugar y nos felicitó por nuestro excelente desempeño.
Los que estaban en el parque estallaron en aplausos. Rosa y yo nos miramos, sonreímos y nos abrazamos. Habíamos demostrado que nunca era demasiado tarde ni demasiado joven para aprender y mejorar en ortografía.
Tanto Roberto, el niño de 10 años, como Rosa, la señora jubilada, demostraron que con determinación y esfuerzo se pueden alcanzar grandes logros en cualquier etapa de la vida.
En resumen, la moraleja es que nunca debemos rendirnos en nuestra búsqueda de conocimiento y mejora, ya que siempre hay oportunidades para aprender, crecer y sorprendernos a nosotros mismos y a los demás.