Con Neruda en Isla Negra

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Pablo Neruda (1904-1973)

El poeta está, irremisiblemente, condenado a estar vivo.

Autor Pedro de la Hoz – Tomado de Granma.cu

En Isla Negra el mar rompe con fuerza en el acantilado. Mar y viento al borde de un océano nada pacífico, insondable y gris en su porción austral. El mar de Pablo Neruda, cerca de Valparaíso.

No fue allí donde murió 50 años atrás, el 23 de septiembre de 1973, cuando se sumó a la muerte de tantísimos chilenos a raíz de la asonada golpista del día 11 de aquel fatídico mes. De Isla Negra lo habían llevado a la clínica Santa María, de Santiago. Padecía de cáncer prostático e infinita tristeza.

Un muerto más, una piedra menos en el zapato de los generales que bombardearon el palacio de La Moneda, pero piedra al fin, porque ni Chile ni el mundo desconocía la enormidad de una obra poética al servicio de la belleza y de la justicia. A su viuda Matilde Urrutia y a unos cuantos allegados, los militares orientaron que el velatorio debía transcurrir con absoluta discreción, pocas horas en La Chascona, la casa del poeta en la capital, antes requisada y saqueada, a los pies del cerro San Cristóbal, y de ahí al cementerio.

Ni caso. La gente se fue enterando y siguió el trayecto del ataúd gris como pintaba el día. En ventanas y balcones, en la calle, a las puertas del camposanto, venciendo el miedo. Más allá de cualquier filiación política eran militantes de Neruda. Alguien se atrevió a entonar La Internacional y el coro creció. Las bayonetas y los bastones enmudecieron. Convenía a los milicos pasar página, algo que no podía ser posible mientras los restos del bardo reposaran en el mausoleo de la familia de la escritora Adriana Dittborn. Convenía que nunca trascendiera el hecho, comprobado medio siglo después mediante una investigación forense de científicos de instituciones de Canadá y Dinamarca, acerca de la presencia de una bacteria mortal, posiblemente inoculada en su organismo, y que nada tenía que ver con la enfermedad de base.

Neruda era demasiado público, demasiado famoso, demasiado simbólico. Por ello, en la más estricta intimidad, casi en un acto clandestino, fue trasladado el 7 de mayo de 1974 a un nicho perdido entre otros nichos del cementerio, hasta que, en 1992, con la restauración democrática, regresó a Isla Negra, donde siempre quiso quedar como semilla.

De aquel paraje costero, a un costado del poblado de El Quisco, Neruda se enamoró a fines de los años 30. Adquirió una casa y la remodeló a su gusto. La nombró Isla Negra por un oscuro peñasco cercano al inmueble. Viajaba por el mundo y siempre regresaba. Hogar y taller de creación. Varios de sus poemas más conocidos los escribió mientras escuchaba la música de la ventisca.

El 2 de abril de 1990 visité Isla Negra. Estaba cerrada la casa, no existía el museo que hoy acoge a los peregrinos que rinden tributo a la memoria del poeta, y apenas era un proyecto la idea de darle definitiva sepultura en sus predios al autor del descomunal Canto general. Sin embargo, nos franquearon la entrada. Todo por Silvio Rodríguez, que el 31 de marzo había estremecido el alma de 80 000 chilenos en el Estadio Nacional.

Yo cubrí el concierto enviado por Granma, y registré la huella del reencuentro del trovador con la patria de Neruda y de Víctor Jara. Fernando Meza, promotor del concierto, llamó la atención mía, y del entrañable amigo y colega Manolito González Bello, compañero de aquella imborrable incursión, acerca de los mascarones de proa que Don Pablo coleccionó y atesoraba en Isla Negra. Cabezas de mujer –y alguna que otra figura masculina, como la que él bautizó como El armador– sobre el tajamar de los galeones para sellar la buenaventura de los navegantes, tan impresionantes o más que los veleros encerrados en botellas expuestas en las estanterías. La medusa quedó para siempre en mi retina.

Para mí tu belleza guarda todo el perfume, / todo el ácido errante, toda su noche oscura. / Y en tu empinado pecho de lámpara o diosa, / torre turgente, inmóvil amor, vive la vida, escribió el poeta.

Doy fe de ello. Neruda vive en Isla Negra, en los versos de amor, en sus andanzas minerales y terrestres, en las aguas y el viento. Está, irremisiblemente, condenado a estar vivo.