Hay un Machado que, sin haber sido un militante político, militó del lado del bien y de la justicia, y ofreció la belleza de su alma a su entorno y a su pueblo
POR MADELEINE SAUTIE
Es cierto: tal como lo dejó escrito, nunca persiguió la gloria; pero su propia grandeza consiguió todo lo contrario. Al poeta Antonio Machado (Sevilla, 26 de julio de 1875–22 de febrero de 1939, Colliure, Francia) le bastaba, alma adentro, hablar consigo mismo, y luego escribir. Y fue leído, y se les adentró a quienes supieron de él, y en él sintieron que existían.
«Misterioso y silencioso / iba una y otra vez. (…) / Y la luz de sus pensamientos / casi siempre se veía arder», dijo de él Rubén Darío; como «más que un nacido un resucitado», lo percibió Juan Ramón Jiménez, y Alberto Rocasolano, prologuista de sus Poesías Completas, publicadas en Cuba por Arte y Literatura, en 1975, como «un alma casi toda ausente».
De sangre jacobina, y como un hombre bueno –«en el buen sentido de la palabra»– se reconoció a sí mismo; pero Machado, uno de los más encumbrados nombres de la poesía en lengua castellana de todos los tiempos, fue mucho más que esos apuntes que en parte lo definen.
Hay un Machado que, sin haber sido un militante político, militó del lado del bien y de la justicia, y ofreció la belleza de su alma a su entorno y a su pueblo.
En tonos líricos, y a sabiendas de la calidad de su palabra, pintó a su Patria. Con ella en el corazón, se le aguzó el sentimiento al proclamarse la República, y supo alistarse junto a los justos durante la guerra, que llegaría después y le cobraría la vida.
Se le escuchó en el Congreso Internacional de Intelectuales Antifascistas, del que fue Presidente de Honor; escribió artículos y poemas traspasados por una profunda preocupación por los destinos de su país, y hasta quiso combatir en el frente, lo que le impidieron su precaria salud y su edad.
Al «último viaje», hace hoy 85 años, lo empujó el exilio. «Ligero de equipaje», tal como había vaticinado, lo sorprendió la muerte en Colliure, adonde había partido con su anciana madre, que falleció enloquecida, dos días después.
Como toda muerte causada por la guerra, fue estremecedora la suya. El fascismo apagaba una voz cuyo eco no podrán silenciar los siglos. Nadie que precise de la esperanza podrá olvidar la rama verdecida a la que cantó en su monumental soneto A un olmo seco; ni habrá ser, ni país, ni propósito que pueda desentenderse, si quiere existir plenamente, de aquel Caminante, no hay camino, / se hace camino al andar, que lanzó al mundo un día, y hoy es voz universal que impulsa y acompaña.