Renombrada

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Infinita dicha la de ser mamá, mami,mamiti.

La felicidad también son los apodos, los nombres con que rebautizamos a quienes se nos han hecho únicos

Tribi, nani, tati, pan con croqueta, chimichurri, coquito prieto, titi, cosita, ruiti la rata, naniti, hijiti, bicho, moní, churre,chiti, bebé, enani…

Cuando no les digo simplemente hija o hijo, para divertimento de mis amigas más cercanas, los llamo de cualquier manera, como se me antoje y como suene más meloso o los haga reír.

Son sus apodos, los nacidos de la espontaneidad y de lo nuestro, de un amor que compartimos gozosos y donde no hay espacio para protocolos.

Sus bellísimos nombres verdaderos los guardo para actos muy formales: como convidarlos por enésima vez para que entren al baño o se pongan las chancletas. Lo demás es improvisación y el corazón hablando.

Los apodos son una suerte de inscripción del afecto. Para mi familia yo soy Yili, para mis amigos Yei, para mis compañeros de trabajo Yeilen (sin acento).

Cuando alguien  querido me llama Yeilén, me siento incómoda, regañada, esa tilde hace para mí toda la diferencia entre la cercanía y la frialdad.

Todos somos esencialmente dos: la persona pública, que con su nombre completo sale al mundo a codearse con seres ajenos; y la persona íntima, que significa tanto para otros, que estos tienen necesidad de achicarle el nombre, dulcificarlo, incluso darle uno nuevo, como prueba inobjetable de cariño.

Y tal vez esto último sea la medida de toda la riqueza: tener quien nos quiera lo suficiente como para renombrarnos.

No será pobre tampoco quien posea al menos una persona a la que llamar, por ejemplo, «tata», y sentir que así la hace su única en el mundo.

La felicidad también son las palabras con las que denominamos aquello que el amor toca y singulariza.